Aquella quena
Cuentan... que Julio Cortázar le
dijo alguna vez a Don José María Arguedas: Usted
toca la quena en el Perú mientras yo dirijo una orquesta en París. Y era
verdad...
El dulce, silencioso, misterioso
indio de sangre europea tocó largamente esa quena aborigen: desde sus primeros
relatos, cargados de pesados silencios hasta el momento en que acezante y
agotado se arrastró hasta la boca de la mina de contradicciones en la que quemó
su vida y miró de frente la luz infinita que añorara desde la adolescencia y a
la que ofreció su último latido.
Asombra esta severa falta de
respeto del admirado escritor que eligió el español argentino para expresarse
por una de esas paradojas de la vida, del que muchos han testimoniado un serio
compromiso con América Latina. Si bien no sé en que contexto se deslizó esta
afirmación es notable la precisión con que un dicho tan poco feliz señala, sin
embargo, la profunda llaga humanitaria que
nos ha segregado y condenado al fracaso y a la dependencia a los pueblos de
América Latina toda.
Tengo la convicción de que esta
frase dicha con la probable intención de herir la susceptibilidad del profundo
escritor que fuera Arguedas, expresa una ineludible verdad pero también
manifiesta solapadamente otras cuestiones que explican (aunque no lo disculpen)
el punto de vista de Cortázar.
Cortázar representa en su ciclo
vital, en su actitud de vida, en su obra, al intelectual argentino tipo, el
latinoamericano europeizante por antonomasia, y el hombre de letras inmerso en
un panorama intelectual ajeno a la etnografía, la antropología y la historia de
los pueblos de la América Latina
profunda.
Considero fundamental reflexionar
sobre estas cuestiones que llevaron a hombres como Cortázar o Borges a
desconocer elementos constituyentes de la idiosincrasia de los pueblos de Latinoamérica y a menospreciar y/o desconocer
la terrible soledad del criollo de la tierra, del indio, o del negro.
Es necesario delimitar y
diferenciar el uso que se está haciendo, en este caso, del término desconocimiento. Cortázar no era un
intelectualoide, un ignorante; es fundamental asumir que por formación (era
maestro normal) y por el tiempo que le tocó vivir tenía saberes significativos
acerca del país en el que creció y realizó sus estudios. Conocía las luchas
sociales y fue un partidario declarado y comprometido de la utopía de igualdad
y justicia social que atravesó la segunda treintena del siglo XX.
También tenía conocimientos
notables sobre las altas culturas indias. Esto significa que sabía de América
Latina todo lo que circulaba en la elite ilustrada a la que perteneció. Los
saberes señalados, sin embargo, impresionan como solamente librescos,
enciclopedistas, mero recurso de sus juegos literarios.
Las marcas de la formación
académica son muy patentes en Cortázar: hombre de letras cuyos planteos
teóricos-temáticos iluminan un tipo
humano que puede cuestionar, rechazar, abandonar y recuperar un espacio, un
lugar en el mundo, porque ocupa (a disgusto, siempre insatisfecho), un lugar en
el mundo. El vago urbano de la narrativa cortaziana es un rebelde vivillo, de
afectos anestesiados, profunda, inútil y amorfa disconformidad existencial.
José María Arguedas es el otro
ante Cortazar. Arguedas creció calzando ushutas, abrigado de poncho indio,
manipulando las hondas de cuero que arrojan certeras piedras desde los cerros
como si fueran escupitajos de la montaña; su formación fue, antes de ser
intelectual, emocional, afectiva y estética: los relatos indios, impregnados de
maravilla, la rebelión acuciante del que no tiene ningún lugar en el mundo
porque el propio le ha sido expropiado, la música de los trompos, sordo
zumbido, aguda queja, pulieron su mente y su sensibilidad.
Ambos, Cortázar y Arguedas,
representan en esa denigrante apreciación del primero (la quena en el Perú / la
orquesta en París) la paradoja ineludible de la América Latina del siglo XX.
Esa oscilación que Rubén Darío ilustró e intentó revertir cuando dejaba a “su
esposa en América para visitar su amante en París” (aclaro, para los más
jóvenes, que esto lo decía el mismo Darío, quien por otra parte tenía amantes
no sólo en París, y que se refería específicamente a las raíces líricas de su
poesía). La oscilación que señalamos es el núcleo problemático que
propongo analizar.
Los teóricos marxistas proponen
como punto de partida del análisis, la reflexión y finalmente, la acción, lo
que Marx denomina la conciencia de clase, que bien podríamos llamar la
aceptación de una condición. A los marxistas le debe América Latina el que su
pueblo haya puesto en palabras una vivencia de más de cuatro siglos: la
conciencia de su sojuzgamiento. Esa conciencia se desarrolló pronto (los Incas
refugiados en Machu Pichu, José Gabriel Condorcanqui, el cura Hidalgo, son
prueba de ello), pero las palabras que expresan el análisis, la reflexión sobre
la ignominia aparecen con escritores como Eduardo Galeano, o Fernández Retamar,
se manifiestan en la gran movida liderada por Vargas Llosa y García Márquez (aunque
no se puedan ni ver), adquiere una voz lírica inconfundible con la poesía de
César Vallejo, de Cardenal, de Nicolás Guillén.
En ese panorama es difícil
instalar a Cortázar como parte de lo latinoamericano culto que mira a los suyos
con dolor y temblor. Es cierto que tiene cuentos con escenas imaginadas de la
guerra florida de los mayas o con tótems que sacan a relucir la insaciable sed
de sangre de los imperios, pero su mirada es snob, fría, ajena, la mirada oportunista
del turista.
Y decimos esto fundamentándolo con
otro imperativo del pensamiento social científico que propone una nueva mirada
superadora del etnocentrismo: lo que los teóricos de la sociología llaman la
“ruptura de la burbuja de cristal”. En este punto creo haber llegado al meollo
intrincado de la incomprensión de estas dos mentes sensibles, luminosas, pero
acotadas a sus propios ámbitos, incomunicadas.
Cortázar estaba guardado incólume
y engallado por la burbuja llena de luces del intelectual cosmopolita,
prohijado por un paradigma europeizante de etnocentrismo ario, en el cual la
ninfa Europa legitimaba el rol, la estética y la temática de su obra.
En la antípoda el quichuista
Arguedas todavía se atosigaba con las mieles del mito prehispánico y su burbuja
se opacaba con las humaredas de los incendios que arrasaron estirpes completas
de aborígenes. Su mirada se volcaba aún hacia el pasado porque América Latina
no lograba suponerse un futuro: sabemos que su futuro estaba en manos del
cajetilla capitalino, vacuo y sádico que en los grupos de tareas torturó y
asesinó a una generación que estaba acaso destinada a superar las amargas
dicotomías.
Puesto que esa generación frustró
sus utopías más radiantes y pagó con infinito dolor el ramo sangriento de sus
sueños y considerando el oxímoron de esta América Latina, es fundamental
plantear una salida a esas contradicciones que tan bien ilustran la
des-graciada (por falta de gracia) frase de Cortázar: la quena en el Perú / la orquesta en París.
Hace treinta y cinco años atrás, Vietnam enfrentaba esta contradicción:
el norte y el sur, el comunismo o el capitalismo, la vida o la muerte. Ha
pasado tiempo suficiente para ellos y para nosotros; es hora de que dejemos de
elegir entre ellos y ellos, es hora de que los latinoamericanos elijamos
América Latina; pero que también esa elección sea lúcida: sin luces
extranjerizantes, sin hogueras de resentimientos o complejos de inferioridad.
Cuba lo hizo, pionera y salvaje,
le costó medio siglo de desgarros, ganó y perdió como todo el que avanza sobre
el futuro sin concesiones y sin miedos; Bolivia lo intenta y nadie puede decir
qué perderá un pueblo como el boliviano que tiene casi nada para perder.
En tanto el futuro nos acecha,
desolador, a nosotros que tantas veces miramos hacia los duros y terribles
imperios victoriosos que nos esquilman y menosprecian sin piedad.
En gran medida la historia de América Latina alude a nuestra derrota, la terrible dicotomía, la escisión que nos desangra
desde hace cinco siglos. Es hora de salir de nuestra cáscara y tocar el
caliente corazón de América Latina: sus pueblos que agonizan de hambre e
ignorancia, sus suelos que se desmigan envenenados de glifosato, sus
adolescentes que se enajenan con la hipnosis de las pantallas luminosas, sus
jóvenes descreídos del esfuerzo, vegetando en la ignominia de la limosna
agraviante.
Generalmente se piensa que la
juventud es la mejor etapa de la vida pero en un sentido liviano y frívolo.
Naturalmente que la juventud es la etapa fundante de la vida: los jóvenes están
despertando a la conciencia inmensurable de los males y bellezas del mundo, los
jóvenes están en la circunstancia precisa de quebrar la burbuja de cristal
dentro de la cual crecieron. Están en la tesitura de elegir lo que van a amar
para siempre, el lugar material e ideológico del que se van a apropiar para
irse y volver a él sabiendo que el presente es urgente pero el futuro es
inexorable.
El enlace que les dejo constituye una mirada luminosa sobre aquellas esperanzas y estos desencantos.
http://www.clarin.com/sociedad/arrepiento-Revolucion-alla-desengano_0_955104607.html