” La esperanza, es la carga mas pesada que un hombre puede cargar. Esa es la desgracia del idealista”
Firmado por: El Condicionado. Raimundo Arruda Sobrinho

domingo, 3 de noviembre de 2013

Paisaje de muerte

   Paisaje trastrocado. El ancho bulevard vuelve a vivir, como todos los años, el día de los muertos. Vendedores de flores de papel, de plástico, de pasta, flores artificiales, colorinches y tristes. Tristes vendedores suplicantes ofreciendo paquetitos de velas, ramilletes de pétalos mentidos, jalonan el camino, extienden sus manos y te miran con ojos desolados. A veces, es más triste la vida que la muerte.
   En el extremo del bulevard, frente al puente alto que lleva a la entrada principal del cementerio, ha crecido una tusca, verde, luminosa, coqueta. Es una adolescente fresca y grácil, la tusquita, solita y sola mece su cabellera en el aire enamorado y asoleado, aprovechando el fresco que trajo la lluvia tormentosa de la noche pasada. Viudas y huérfanos pasamos a su lado rumbo a la casa muda y seca donde aguarda el muerto que nos ha tocado en suerte. A veces la vida es tan indiferente con la muerte.
   Guardias urbanos con ropa oscura y un chaleco fosforescente organizan la entrada de autos y de motos. Hay bicicletas, también. Pero en vano buscar un carro, una volanta: el tiempo ha pasado y trajo este paisaje tan distinto. Tampoco hay heladeros. Sobre las tumbas humildes los niños saltan, corren, ríen persiguiéndose traviesos y dichosos. A veces, la muerte se cambia de sonrisa y de peinado.
   Al costado oeste del cementerio hay un gran descampado verde, alto. Muchachos gritones juegan un picado de fútbol sin importarles la conmemoración que se desarrolla a cien metros de sus corridas, de su sudor juvenil, de su entretenimiento de cada fin de semana. No hay llantos en el cementerio, salvo una mujer mayor que se inclina sobre una cripta fresca y se seca dos lágrimas detrás de sus anteojos de sol. Lo demás es apenas trajín, idas y venidas. A veces, la muerte cambia su música.
   El cementerio ha extendido su predio solariego en al menos tres manzanas más desde aquellos tiempos de la infancia perdida. Un hombre robusto y rozagante se detiene frente a mi acurrucada tristeza y pregunta si éste es el fulano muerto que él busca. No creo. Le hago una síntesis de la vida de mi padre y él me da ciertos datos sobre su propio muerto. Sólo coinciden los apellidos. El hombre se aleja espiando entre los nuevos muertos, perdido, buscando su perdido muerto. Siempre, nunca a veces, la muerte es una pérdida.

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