Luces de danza
¿Nunca pasaste por la pérgola del artesano,
domingo recién anochecido, en la plaza central de Resistencia? Pérgola del
artesano, lugar destinado a la exposición y ventas de artesanía más o menos
locales en la que el turista o el paseante del interior, el resistenciano
mismo, puede encontrarse desde las típicas alhajitas de cualquier vendedor
callejero o tejidos, cacharrería, manufacturas propias de habilidosos
autóctonos (algunos descendientes de los pueblos originarios, pero eso no hace mucha diferencia, aquí todos
son resistencianos), hasta esculturas de artistas originales, magníficos, tal vez poco conocidos, pero no
por ello menos talentosos. Ya se sabe, Resistencia es la ciudad de las
esculturas.
La pérgola, sin embargo, es el paisaje
donde se desarrollan también otras historias. Cada domingo es un capítulo nuevo
en el que Resistencia, o al menos su urbano corazón mestizo, atravesado por
tantas líneas de estilos y de búsquedas, se pone a palpitar con libertad
adolescente en el borde mismo de la pérgola.
Mientras el ritmo de la ciudad sigue su
ronroneo de motores que fluyen desde el centro hacia los barrios, o desde los
barrios hacia el centro, junto a la pérgola, sobre una pista de cemento se arma
cada domingo, en la cálida anochecida, una reunión, con más o menos público,
según lo que pinte. Un equipo de sonido, músicos y cantores de la ciudad o de
la provincia, y un grupo variable de bailarines, aficionados y/o entrenados,
levantan un alegre barullo de jarana que a veces, por sobre el ruido de la
ciudad se llega a oír varias cuadras a la redonda.
Se puede ver de todo: hace unos veinte días
un grupo de rock, bastante lamentable, intentaba con el canto desgreñado de su
vocalista, insuflar energía y entusiasmo a un público que se le escabullía. En
otras ocasiones el chamamé ha hecho vibrar el piso y el aire de la capital
provinciana. Una de esas noches un grupo de folcloristas cerró su presentación
con el “Candombe para José”, aquel del negro que disimula sus penas bailando,
el de la camisa endiablada, pero que aún así, lo sabe el cantor, es un negro
bueno.
Los bailarines quedaron un poco
desorientados, el candombe no es un baile que se practique con frecuencia como
la chacarera o la zamba. Algunos se las arreglaron con sus técnicas aprendidas
profesionalmente, pero les faltaba el escorzo calenturiento que la raza negra
le da a sus danzas. Hasta que saltó a la pista de cemento un morocho, no negro
de raza sino negro de puro chaco, nomás. El morocho sabía de danzar candombes:
las piernas quebradas en disposición de animal predador, los hombros un poco
caídos hacia atrás, los brazos ofreciendo el frente interno, el pecho combado,
todo él cayó sobre la pista en la postura del poseído por la danza. Y la danza se
le rindió. Y las mujeres le empezaron a caer de a dos. Y los mirones corearon,
hicieron palmas y vivaron, mientras el moreno se desarticulaba en la pista
perseguido por las damas que fuera de allí acaso ni le darían el saludo.
Más que los músicos, a veces muy buenos, el
verdadero espectáculo es el que dan los bailarines. Algunos de ellos no se
pierden un domingo. Hay bailarines muy jóvenes, niños casi. Los hay de aspecto
próspero y distinguido. La mayoría viene de los barrios alejados a buscar una chispa
de alegría en la fiesta abierta, popular, podría decirse democrática, si la
palabra no estuviera tan bastardeada. Y algunas son parejas de ancianos.
Vivaces, esbeltos e iluminados por el magnetismo de la danza, las parejas de
viejos son las más lindas. Hay algunas que están todos los domingos. Y se
bailan todo, desde la primera canción hasta la última.
Una de esas parejas es la de la dama esbelta
y el galán rendido. Son como el Romeo y Julieta de la pérgola. Ella es alta y
sonriente, él es un poco calvo, la espalda algo cargada, con movimientos
regulados de anciano. Ella tiene el pelo apenas coloreado, un tono ceniza que
disimula las canas en una mujer que ha sido muy hermosa y que sigue manteniendo
la actitud de la que se sabe admirada. Él podría ser un abuelo, lento y
parsimonioso que pasea al nieto inquieto un domingo a la tarde en la plaza
asoleada. Eligieron los dos ser los
bailarines más representativos de la pérgola.
Bailan el uno para el otro: ella como una
reina esquiva, sonriente y altiva, escurridiza; él como el peregrino que la
sigue, la busca, la encuentra y la homenajea hasta convencerla y cautivarla, no
con cadenas sino con el pañuelo amoroso de la zamba, con el ritmo entusiasta de
la chacarera.
Esta noche el conjunto se llama “El sendero”
y cantan “El olvidado” con el acompañamiento muy alto del violín que desgaja su
lírica rebeldía bajo el cielo invisible de la ciudad. Los dos viejos, juveniles y frescos, bailan
con renovado entusiasmo y cuando la zamba cierra su ronda de persecuciones
galantes y pañuelería engañosa, él consigue apresar a su paloma y la premia,
tierno y delicado, con un beso.
En este extremo de la pista, muy cargada
esta noche, un hombre de estatura mediana, piel oscura, aspecto de proletario,
baila con sus dos mujeres y las cumplimenta a las dos. Una de ellas es alta y
opulenta, la envuelve un vestido de verano con finos breteles que la muestran
seductora y pulposa. Él debe de sentirse muy halagado de que tanta gente lo
sepa dueño de esta belleza morena. La otra damita se levanta un poco más de
metro veinte del suelo, luce los enormes ojos negros de la madre y mira al
hombre como jamás mirará a ningún otro porque no habrá ninguno igual al hombre
oscuro y fuerte que hemos tenido a los ochos años y menos si ese hombre es
capaz de lucirnos en la danza de su vida. La niña compite abiertamente con su
madre por las atenciones del bailarín que no se arredra y las hace girar
juntas, a una con la mano del corazón, a la otra con la mano de traer el pan.
Hay de todo: mujeres que bailan entre ellas,
una muchachita vestida con un breve short
ajustadísimo que baila con un muchachito vestido de gaucho que no sabe
cómo desenredarse las anchísimas bombachas frente a tanta provocación, hay
jóvenes que bailan engreídos con la abuela, dando cátedra de habilidad, hay
abuelas que bailan solas.
¿Nunca pasaste por la pérgola de la plaza
central, en Resistencia, los domingos en la noche? Allí, justo al borde de la
pérgola, el canto se alza hasta un cielo invisible en el que, seguramente,
todos los duendes de las leyendas indias y algunos ángeles medio traviesos
bailan, entreverados, contentos, como estos bailarines de Resistencia.
Fotos de Emanuel F.V.G.
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