” La esperanza, es la carga mas pesada que un hombre puede cargar. Esa es la desgracia del idealista”
Firmado por: El Condicionado. Raimundo Arruda Sobrinho

martes, 11 de noviembre de 2014


Luces de danza


   ¿Nunca pasaste por la pérgola del artesano, domingo recién anochecido, en la plaza central de Resistencia? Pérgola del artesano, lugar destinado a la exposición y ventas de artesanía más o menos locales en la que el turista o el paseante del interior, el resistenciano mismo, puede encontrarse desde las típicas alhajitas de cualquier vendedor callejero o tejidos, cacharrería, manufacturas propias de habilidosos autóctonos (algunos descendientes de los pueblos originarios,  pero eso no hace mucha diferencia, aquí todos son resistencianos), hasta esculturas de artistas originales,  magníficos, tal vez poco conocidos, pero no por ello menos talentosos. Ya se sabe, Resistencia es la ciudad de las esculturas.

    La pérgola, sin embargo, es el paisaje donde se desarrollan también otras historias. Cada domingo es un capítulo nuevo en el que Resistencia, o al menos su urbano corazón mestizo, atravesado por tantas líneas de estilos y de búsquedas, se pone a palpitar con libertad adolescente en el borde mismo de la pérgola.

   Mientras el ritmo de la ciudad sigue su ronroneo de motores que fluyen desde el centro hacia los barrios, o desde los barrios hacia el centro, junto a la pérgola, sobre una pista de cemento se arma cada domingo, en la cálida anochecida, una reunión, con más o menos público, según lo que pinte. Un equipo de sonido, músicos y cantores de la ciudad o de la provincia, y un grupo variable de bailarines, aficionados y/o entrenados, levantan un alegre barullo de jarana que a veces, por sobre el ruido de la ciudad se llega a oír varias cuadras a la redonda.

   Se puede ver de todo: hace unos veinte días un grupo de rock, bastante lamentable, intentaba con el canto desgreñado de su vocalista, insuflar energía y entusiasmo a un público que se le escabullía. En otras ocasiones el chamamé ha hecho vibrar el piso y el aire de la capital provinciana. Una de esas noches un grupo de folcloristas cerró su presentación con el “Candombe para José”, aquel del negro que disimula sus penas bailando, el de la camisa endiablada, pero que aún así, lo sabe el cantor, es un negro bueno.

   Los bailarines quedaron un poco desorientados, el candombe no es un baile que se practique con frecuencia como la chacarera o la zamba. Algunos se las arreglaron con sus técnicas aprendidas profesionalmente, pero les faltaba el escorzo calenturiento que la raza negra le da a sus danzas. Hasta que saltó a la pista de cemento un morocho, no negro de raza sino negro de puro chaco, nomás. El morocho sabía de danzar candombes: las piernas quebradas en disposición de animal predador, los hombros un poco caídos hacia atrás, los brazos ofreciendo el frente interno, el pecho combado, todo él cayó sobre la pista en la postura del poseído por la danza. Y la danza se le rindió. Y las mujeres le empezaron a caer de a dos. Y los mirones corearon, hicieron palmas y vivaron, mientras el moreno se desarticulaba en la pista perseguido por las damas que fuera de allí acaso ni le darían el saludo.

   Más que los músicos, a veces muy buenos, el verdadero espectáculo es el que dan los bailarines. Algunos de ellos no se pierden un domingo. Hay bailarines muy jóvenes, niños casi. Los hay de aspecto próspero y distinguido. La mayoría viene de los barrios alejados a buscar una chispa de alegría en la fiesta abierta, popular, podría decirse democrática, si la palabra no estuviera tan bastardeada. Y algunas son parejas de ancianos. Vivaces, esbeltos e iluminados por el magnetismo de la danza, las parejas de viejos son las más lindas. Hay algunas que están todos los domingos. Y se bailan todo, desde la primera canción hasta la última.

   Una de esas parejas es la de la dama esbelta y el galán rendido. Son como el Romeo y Julieta de la pérgola. Ella es alta y sonriente, él es un poco calvo, la espalda algo cargada, con movimientos regulados de anciano. Ella tiene el pelo apenas coloreado, un tono ceniza que disimula las canas en una mujer que ha sido muy hermosa y que sigue manteniendo la actitud de la que se sabe admirada. Él podría ser un abuelo, lento y parsimonioso que pasea al nieto inquieto un domingo a la tarde en la plaza asoleada.  Eligieron los dos ser los bailarines más representativos de la pérgola.

   Bailan el uno para el otro: ella como una reina esquiva, sonriente y altiva, escurridiza; él como el peregrino que la sigue, la busca, la encuentra y la homenajea hasta convencerla y cautivarla, no con cadenas sino con el pañuelo amoroso de la zamba, con el ritmo entusiasta de la chacarera.

  Esta noche el conjunto se llama “El sendero” y cantan “El olvidado” con el acompañamiento muy alto del violín que desgaja su lírica rebeldía bajo el cielo invisible de la ciudad.  Los dos viejos, juveniles y frescos, bailan con renovado entusiasmo y cuando la zamba cierra su ronda de persecuciones galantes y pañuelería engañosa, él consigue apresar a su paloma y la premia, tierno y delicado, con un beso.

   En este extremo de la pista, muy cargada esta noche, un hombre de estatura mediana, piel oscura, aspecto de proletario, baila con sus dos mujeres y las cumplimenta a las dos. Una de ellas es alta y opulenta, la envuelve un vestido de verano con finos breteles que la muestran seductora y pulposa. Él debe de sentirse muy halagado de que tanta gente lo sepa dueño de esta belleza morena. La otra damita se levanta un poco más de metro veinte del suelo, luce los enormes ojos negros de la madre y mira al hombre como jamás mirará a ningún otro porque no habrá ninguno igual al hombre oscuro y fuerte que hemos tenido a los ochos años y menos si ese hombre es capaz de lucirnos en la danza de su vida. La niña compite abiertamente con su madre por las atenciones del bailarín que no se arredra y las hace girar juntas, a una con la mano del corazón, a la otra con la mano de traer el pan.

   Hay de todo: mujeres que bailan entre ellas, una muchachita vestida con un breve short  ajustadísimo que baila con un muchachito vestido de gaucho que no sabe cómo desenredarse las anchísimas bombachas frente a tanta provocación, hay jóvenes que bailan engreídos con la abuela, dando cátedra de habilidad, hay abuelas que bailan solas.

   ¿Nunca pasaste por la pérgola de la plaza central, en Resistencia, los domingos en la noche? Allí, justo al borde de la pérgola, el canto se alza hasta un cielo invisible en el que, seguramente, todos los duendes de las leyendas indias y algunos ángeles medio traviesos bailan, entreverados, contentos, como estos bailarines de Resistencia.




                                                      Fotos de Emanuel F.V.G.

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