” La esperanza, es la carga mas pesada que un hombre puede cargar. Esa es la desgracia del idealista”
Firmado por: El Condicionado. Raimundo Arruda Sobrinho

viernes, 31 de enero de 2014

Es difícil la paz


   En las redes sociales leemos discusiones y debates, a veces abiertas peleas,  por cuestiones que generalmente solo tienen que ver con el amor propio, con la vanidad, con la mirada etnocéntrica que las personas tenemos acerca de cuestiones como la vida, el arte, la literatura específicamente (puesto que nuestro quehacer tiene su núcleo en esta área).
   Como los debates se volvieron agrios y terminaron con revoleo de ponchos, fintas y hasta cascotazos, desde el bulevard nos adentramos en las discusiones, sin intervenir (nuestra cobardía es prudente), y en medio de la diversión brotó, hojita verde a la que estamos destinados a cuidar, la reflexión.
Todo empezó por unos versos bizarros y la corrección de un "especialista", tema que derivó en ironías agresivas de variado color por ambas y colectivas partes. No nos incumben las probables relaciones amistosas que coadyuvan la alianza de los correctores ni la estulticia de la bella seudo-poeta. Sí ha resultado durísimo, para nuestra sensibilidad, la enumeración, que en cierto momento surgió dentro de la discusión, de las atroces guerras y situaciones de violación de derechos humanos en los que al día de hoy sigue sumida la humanidad. 
   No las desconocíamos por aquí, es uno de nuestros temas de lectura, análisis y reflexión constante, pero leerlas en una lista de agresiva indignación nos sacudió la modorra que el verano chaqueño extiende por estos lares con húmedo y caliente acostumbramiento. Entonces allí comenzó nuestro propio periplo de preguntas y sus sinrespuestas o sus cuasirespuestas, que es lo poco que podemos exprimir del anodino árbol de nuestro saber. 
   Uno de los puntos núcleos de la reflexión se centró en la guerra, sus razones, sus inenarrables crueldades, su vergonzosa pervivencia en el panorama de la cultura. Después de varias páginas de apuntes, recuperación de ideas literarias, filosóficas, y hasta políticas, que permitan entender este terrible fenómeno, observamos que no aportábamos nada nuevo para la epistemología del corpus teórico referido al objeto. Entonces lo dejamos.
   Y rodando la pregunta, y la angustia que acorrala nuestra sensibilidad frente a estas dramáticas realidades, vino a nosotros volando, silencioso, oscuro, altos pómulos, negros ojos, suave pelo en breve melena lacia, la cara mansa y atormentada de Nitiguí. Además del nombre indio tenía un nombre y un apellido de origen español, que no hemos podido recordar. 
   Nitiguí era alto y hermoso, con una notoria cuota india en su sangre y en sus rasgos; era peón de ladrillería y hace más de treinta años estaba en esa etapa difícil para el pobre en que hay que criar los hijos. Era evidente que lo que ganaba no le alcanzaba ni para el pan y menos aún para enfrentar con cierta posibilidad de éxito la cura de su último hijo, bebé de menos de un año, enfermo desde el nacimiento. 
   El trabajo de ladrillero es uno de los más duros que se pueda imaginar. Tal vez solo el trabajo en las minas se pueda equiparar con el escandaloso esfuerzo que el ladrillero debe exigirse para elaborar esos pequeños trozos de tierra torturada a fuego con los que construimos nuestras casas. El lomo brillante de sol de Nitiguí todavía hoy, después de más de treinta años me empuja un chorro caliente de lágrimas que se me anuda en la garganta. Nitiguí no estuvo en ninguna guerra, ni siquiera en la de esos años que algunos militantes peleaban en desventaja degradante con el poderío del Plan Cóndor. Él, militante juvenil de alguna de las variadas formas de participación democrática tan duramente tronchadas en los setenta, había huido hacia el Chaco profundo y hundía su cara de ojos anchos en la mesa de los moldes de ladrillo, en el tierno barro que amasaba peleándole a la vida una batalla mucho más dura y más constructiva que la de cualquiera que estuviera, protegido de fusiles, granadas, estrategias, mapas, estadísticas, haciendo la guerra por sus ideales o por mandato, en el país o en el mundo.
   Nitiguí vivió la paz. Paradójicamente ilustró, con su destino de pobre, de descendiente de aborigen, de latinoamericano y argentino común y corriente, que la paz puede ser tan difícil como la guerra. Demostró también cuán inútil es mi oficio, mi quehacer, mi vocación, mi destino: los versos que le escribí no le ayudaron a evitar la muerte de su niño, nunca leyó mis versos y ojalá nunca sepa que los escribí. 
   Es grande mi vergüenza, es alta como el cielo mi tristeza, es dura como la dura roca mi certeza de que si un día la justicia llega habrá llegado muy tarde. Y que finalmente, ya que de eso hablábamos, las peleas en Internet por los vericuetos del lenguaje, son solo paisaje virtual. Que a Nitiguí no le sirven ni para aliviar la dura paz que le tocó.


   


jueves, 23 de enero de 2014

Mapas


   Bajo efluvios de canícula, leemos. Y estudiamos con curiosidad y ternura los mapas que acompañan estas historias terribles, crudas, ingenuas hasta la torpeza. 
   Uno de los libros se escribió hace cuatro siglos; su autor, Antonio Ruiz de Montoya formó parte de la Compañía de Jesús y con ella vino a la región del guayrá y ayudó en la fundación y sostén de las Misiones Jesuíticas. 
   El libro se llama La conquista espiritual del Paraguay, y es un nombre tan ajustado y preciso que no deja sospechar la riqueza del contenido. Demonios hermosos como las vírgenes pintadas por los renacentistas que bajan a los pueblos con la intención de tentar a los esforzados misioneros y a los supersticiosos indios, variadas víboras, de magnífico tamaño y de increíble habilidad para la caza, asombrosos seres (vegetales y animales) descritos con detallada precisión, indios caníbales, indios convertidos, racismo inconsciente y explícito con la mayor simpleza, etnocentrismo desnudo, cómico si no fuera porque justificó el genocidio y la aculturación. 
   Otro libro leído en estos días tiene un largo nombre: Vida y trabajos en el Alto Paraná en 1914, constituye básicamente un informe, el informe que el Inspector José Elías Niklison elaboró para el gobierno de Agustín P. Justo. 
   Las observaciones de Niklison se realizaron en el mismo territorio donde Montoya vivió su aventura pero tres siglos después y tiene su origen en la sospecha de que en los obrajes y yerbatales de la región de las misiones (Alto Paraná) se cometían terribles abusos sobre la población obrera. La conclusión de Niklison está impregnada de la misma terrible mirada etnocéntrica de Montoya: los obreros del Alto Paraná viven muy mal pero tienen en ello un alto grado de culpa: no son capaces de pensar en el futuro, son indisciplinados, primitivos, derrochadores, inconscientes, incapaces de poner en práctica objetivos de progreso. Los patrones, generalmente, no los maltratan, solo exigen que los peones respeten el contrato que se establece en el momento del conchabo. 
   En este caso, aunque la mirada es objetiva, Niklison nunca se deja segar  por el sentimentalismo, el lector actual no puede dejar de sentir indignación: la justificación jurídica de la explotación es tan inhumana que ni siquiera los niños escapan a la fría objetividad del observador. 
   Las escalofriantes verdades que ambos libros ilustran de manera tan inconsciente (el profundo sentimiento de la desigualdad entre los hombres y la legitimación de la injusticia que determina la aculturación y la explotación impiadosas) se suavizan poéticamente con los mapas que acompañan a ambas obras. Son mapas antiguos, con angelitos gordos sosteniendo el título, con selvas y sierras dibujadas al detalle, con los meandros y las curvas de los ríos enrulándose bajo el trazo de tinta. Es lo único bondadoso de estos libros terribles que ilustran sin ambages un modelo de humanidad en el que hasta los tigres distinguen a los humanos inferiores: "[El tigre] Busca la peor carne, y si hay español y negro y indio, embiste con el negro, y si negros solos, con el más viejo o de mal olor." (Introducción -Cap III: De algunos animales, pág. 53 La conquista.....


Ruiz de Montoya, Antonio: La conquista espiritual del Paraguay Equipo Difusor de Est. de Hist. Iberoamericana Rosario 1989 
Niklison,José Elías: Vida y trabajos en el Alto Paraná en 1914 Ediciones Al Margen, 2009

domingo, 12 de enero de 2014

   
La revolución y el desencanto
   
   Las reflexiones del post anterior podrían llevar a suponer que nosotros somos de aquellos desencantados de la revolución, de los que añoramos un tiempo en que cambiar el mundo parecía posible pero que nos hemos quedado en la nostalgia, en el folklore generacional de aquellos sueños y que adherimos a la acomodaticia actitud de "pensar como zurdos y vivir como burgueses". Sería bueno deslindar ciertos ejes de ideas para demostrar, al menos desde una perspectiva especulativa, hasta que punto la revolución, aunque nos veamos obligados a pensarla desde nuevas miradas, otras estrategias, disimiles procedimientos y hasta nuevos nombres, sigue siendo una prioridad. 
   Revisar la forma en que se plantean estas cuestiones podría ser un buen principio. Y esto se hace evidente frente a la polarización infantil que se manifiesta en los discursos (por llamarlos de modo aceptable) maniqueos tan representativos de la identidad nacionalista. Este maniqueísmo es permanente en los medios, se hace insufrible en los comentarios de los lectores de noticias varias en las que comentaristas de todo tipo llegan a cuestionar el discurso del poder desde una página de chimento donde la información alude a frivolidades referidas al desnudo de cierta señorita o la pelea de algunos personajes de ocasión. Este maniqueísmo puede llegar a hacer apología del delito con tal de justificar su perspectiva. 
   La recientemente llegada a estos nortes sureños "El lobo de Wal Street", película de Martin Scorsese, ha motivado las consabidas reseñas y hasta columnas de opinión. Uno de los reseñadores señala la importancia semántica de los nombres y figuras de animales en la obra, lo cual salta con violencia a nuestro subconsciente en una identificación especular de los rasgos de la animalidad que muchas veces se señalan como superados, reprimidos, sublimados, en la condición humana. 
   El personaje central es un lobo, lo cual es insultante para los lobos, aunque este muchacho hubiera llegado a hacer la mitad de lo que se muestra en la película (ficción, puesto que es una obra de arte). Tal un lobo, el estafador se aprovecha de los más débiles y no esita en chupar la sangre de sus víctimas y destrozar sus pobres vidas con desnuda conciencia de su fuerza, afilando sus fieros colmillos hambrientos en la desgarrada carne de la parte más indefensa del mundo.
   Sin embargo la escena que llega a ser pesadillezca es aquella en la que el personaje se pasea por sus oficinas, y hasta lo hace lucir sus habilidades sociales, con un mono abrazado a su torax o caminando entre los escritorios. El gesto tierno y simpático del simio es de lo más delicado y consolador de toda la cinta. El monito conserva su pureza e ingenuidad en medio de ese centenar de hombres, y algunas mujeres, valga adjuntarlo, cuyo patético primitivismo se desnuda en cruda sensualidad, en escandalosa ambición, en estulticia sin límites, en egoismo irracional y autodestructivo. 
   Dicho así, suena muy extraño que alguien haga cierta apología de la conducta de estos hombres, ciudadanos de la potencia que pelea desde hace un siglo el primer lugar en el planeta como modelo de civilización y valores sociales y políticos. Sin embargo, "Cosas veredes, Sancho." le prevenía Quijote a su escudero ante las arbitrariedades y novedades que lo esperaban en su viaje. Y aunque es ya un lugar común la sobrevaloración de los rasgos socio-políticos del norte, es hábito connatural de los hombres del sur sentirse inferiores a los hombres del norte, considerar que aquel país es el modelo que se debería seguir en todo, aún así se hace cuesta arriba descubrir que alguien se lamente de que un personaje como el protagonista de esta película no sería posible en nuestro país. 
   Señalar que el modelo capitalista, que se nutre de la especulación financiera, de la explotación programada, de la fuerza simbólica del dinero esclavizante, es tan bueno que hasta su delincuencia es envidiable, es irracional, ciego de toda ceguera humanística y escalofriantemente bestial. Ese sistema financiero ha dado lugar dice, el opinólogo, a singulares acaparadores de fortunas sin límites como los creadores de empresas de informática (Apple, Microsoft) o de redes sociales en esas y otras empresas (Facebook). Algo, que según él, sería imposible en nuestro país. 
   Más que el maniqueísmo, lo que resulta aberrante es la perspectiva tan poco humanitaria acerca de una forma de organizar la cultura que se ubica en una perspectiva puramente economicista y deja de lado aspectos que deberían ser, según un criterio humanista universalista, mucho más relevantes, como lo son la ética de la bondad, la justicia, la belleza, la verdad. Esa postura economicista no considera al menos tres argumentos que, como mínimo, no deberían dejar de enumerarse.
   A saber, en primer término, la riqueza material. La riqueza sin límites debería ser vergonzante. Solamente porque donde hay una persona que acapara todas las manzanas (retomemos el icono que bien es una metáfora en nuestra cultura) es seguro que hay varios miles que no tienen acceso a ninguna manzana, aunque unos cientos no tengan de que morir. 
   Una segunda idea, que también debería considerarse, es el efecto deshumanizador que una visión economicista de la vida desarrolla en los seres humanos. Podemos equiparar deshumanización con bestialidad, si recuperamos un famoso discurso del Che Guevara, conocido como "La esperanza de un mundo mejor", de hace casi cinco décadas. En dicho discurso, Ernesto Guevara adjetiva al imperialismo como el régimen de la bestialidad. Amerita la transcripción, dado que dicho discurso se engalana con la cadencia de la poseía:
                         La bestialidad imperialista.
                         Bestialidad que no tiene una frontera determinada
                       y no pertenece a a un país determinado.
                        Bestias fueron las hordas hitleristas, 
                      como bestias son los norteamericanos hoy, 
                      como bestias son  los paracaidístas belgas, 
                      como bestias fueron los imperialistas franceses en Argelia. 
                       Porque es la naturaleza del imperialismo 
                      la que bestializa a los hombres,
                      la que los convierte en fieras sedientas de sangre (...).
   Damos por transparente el sentido que Guevara le da a la palabra "bestia". Un ser que queda fuera de toda categoría, ni siquiera es un animal, porque sabemos que en el animal la crueldad no existe. La bestia es un ser fuera de lo natural, fuera de la cultura, una anomalía, un fenómeno aterrador, destructivo, dañino, maligno. Esto porque es un ser insaciable, pura pulsión. La bestia tiene sed de goce, pero de un goce sádico, profuso y atosigador, una pulsión de imposible satisfacción. La bestia es insaciable, esa es su esencia. Es evidente que la cultura del consumo tiene esencia bestial: pulsión básica, hambre infinita de posesión, un deseo cerrado en su espiral que arrasa con todo a su paso. El orden instalado por la cultura de la producción y el consumo infinito, hace de la condición humana una condición alienada, centrípeta, cerrada en su ello autista y aislado de toda otredad. ¿Quién podría admirar o envidiar tal manera de estar en el mundo? 
   En tercer lugar, y relacionando los dos argumentos anteriores, se hace fundamental desde esta mirada sobre la siempre crítica, y en crisis, situación de la humanidad, retomar y actualizar la noción de revolución. Es necesario retomar el concepto, la necesidad de acciones que revolucionen el orden, este perenne stablishment al que se le caen las hojas cada tanto, pero que reverdece. Orden bestial que reverdece, si, alimentándose de sangre (de animales humanos o no), alimentándose de los árboles, el agua, el aire de este planeta, anulando la inteligencia de nuestros hijos y nietos con sus juguetes vacuos, amordazando ideas y saberes con las frases empalagosas  que nutren espíritus apolillados y alivian fatigas morales y existenciales con el soma edulcorado de la autoayuda inocua, que encubre la absurdidad de la existencia con colorinches trapos de moda, con berrinchera música chabacana, con relatos de crímenes, podredumbre y vicios, como los que recuperó Martin Scorsese para salpicarnos el alma con la repulsiva pestilencia de esa fábula alucinante.  
   Puede que la revolución sea un sueño eterno, como decía Rivera, pero, tal los sueños de amor, que aunque nos desencanten los azulosos príncipes o las desgreñadas princesas, siempre renacen, así el sueño de la revolución ojalá no deje de ser eterno. 


                                           http://www.youtube.com/watch?v=I1S7AEnIvWU

lunes, 6 de enero de 2014

La paradoja de arreglar el mundo

   Convertirnos en lo que combatimos. Siempre ha sido el dilema, a veces explícito, a veces soterrado. Lo vemos en la literatura de todas las lenguas, en los movimientos sociales y políticos de todos los tiempos. Ya es un lugar común aquello de que en la lucha de clases el revolucionario termina convirtiéndose en una versión de lo que combatió (y a veces aún más cruel y temible). Abundan los ejemplos: la revolución francesa instaló el "terror", tal vez para reemplazar el hambre, o para que la población dejara de pensar en el hambre (y no es solo un mal chiste); Fidel se apropió de Cuba y es obvio que no la dejará libre antes de dejarla viuda, el Evo anda postulándose para la tercera ronda de poder, en el oriente los regímenes duran desde la primera mitad del siglo XX y son eso: regímenes, lo cual es decir estilos de vida, culturas de poder, sistemas permanentes de rasgos jurídicos, (protocolares, sociales, militares) estables, inamovibles. Lo decía Milan Kundera, con la honda amargura del desclasado: "Las injusticias del pasado se corrigen con nuevas injusticias" (La broma).
   Empezamos el año con buenas reflexiones al respecto: me propongo leer ciertos libros y publicaciones que me saltan a la cara con una cuestión que hace años roe mi sentimentalismo y la cual ya es hora de que sea analizada desde una perspectiva más racional e intelectual: luchar contra el sistema, arreglar el mundo, la utopía. Es obvio que ha cambiado el mundo: aquel mapa que hace treinta años hablaba de eje occidental, eje oriental, aquella guerra fría, aquellos movimientos obreros, estudiantiles, todo es solo historia. ¿Qué nos queda a los que no logramos reencontrarnos en este panorama de pantallas y chabolas, de espectáculo indecente y desolación de glifosato, de atmósfera roída y ricos tan ricos que se reservan un bunker en marte o en la luna tal como lo hacían los tiranos de la primera mitad del siglo XX, pero bajo sus mansiones?
   El mundo y el hombre han cambiado, como alguien ya lo dijo, para seguir igual. Apuntamos un libro que deberíamos leer: Gaulegaj, Vincet de: La neurosis de clase. Trayectoria social y conflictos de identidad. Gaudelaj desarrolla su reflexión en torno a la hipótesis que "Todo individuo que cambia de clase social vive un conflicto entre su identidad heredada (identidad de origen que le confiere su medio familiar) y su identidad adquirida (la que va construyendo en el trascurso de su trayectoria). 
   No trascribiremos aquí el ejemplo a que recurre el sociólogo citado por no incurrir en plagio o en lisa y llana copia y por dejar a los lectores la posibilidad de buscar el libro o los artículos en los que se desarrolla la reseña del mismo. Sin embargo, esta lectura nos ha llevado a establecer relación con un caso muy cercano y que está siendo objeto de notas y columnas de opinión en los medio impresos en estos días: la muerte de Nelson Madiba Mandela ha despertado la conciencia de lo paradojal de que su lucha política, su entrega humana y su inmenso sacrificio para mejorar el sistema de clases en su país, no haya logrado los cambios que, acaso, en esa etapa utópica de la juventud, hasta él mismo esperaba. 
   Mandela logró mejorar su mundo, pero no cambiarlo: en Sudáfrica la desigualdad social, dicen, sigue demarcada por una brecha insalvable y los ricos siguen siendo ricos. Ahora también hay negros ricos que se han apropiado de los espacios que antes eran solo de los blancos y que hoy comparten sin tapujos. La misma crítica se le ha hecho, a veces con virulencia y, según personalísima apreciación, con injusta crueldad o con clara mala intención, al Mahatma Gandhi. Se les cuestiona o se les recrimina, tanto a uno como a otro, el venir de una clase privilegiada, ambos eran de la clase dominante en sus respectivas etnias; el no haber intentado modificar los esquemas de valores que determinan la legitimidad de las desigualdades; el haber negociado, explícita o tácitamente con el sistema; el haber sido tibios con el modelo económico que condiciona el ritmo vital de la humanidad.
   Mandela, tal vez más que Gandhi, fue muy consciente de sus limitaciones: intentó, y lo logró, que Sudáfrica tuviera un espacio digno entre las naciones; logró evitar una guerra civil que no habría terminado ni siquiera con los cambios del siglo y que habría vuelto inútil el sacrificio de su vida y las muchas muertes y los grandes dolores de otros, ¡y tantos!, sudafricanos que lucharon con él,  o al mismo tiempo que él, y entre los cuales muchos no pudieron ver el país que Mandela instauró. Entonces,¿ porqué recriminarle lo que no llegó a hacer? 
   Podríamos enumerar una serie de aspectos que explicarían medianamente lo que observamos respecto de estos hombres que entregaron su vida por los suyos y que aún así son cuestionados en algún aspecto. En primer lugar la mirada mítica que los recorta frente a los demás y que los condiciona como héroes de los cuales es esperable todo milagro, toda solución. Pero esa es una explicación más bien psicológica de cómo funcionan las multitudes, la masa, y no nos permite percibir otros factores que insiden, insidiosamente, en las situaciones y las decisiones que estos hombres vivieron y enfrentaron: el sistema que intentaron cambiar no estaba en sus manos.
   Al respecto, encuentro que hay una reedición de Alcibíades de Platón en Ediciones Tácitas. La reseña de esta nueva edición señala que viene acompañada por notas del chileno Oscar Velazques. Y el comentario desanuda la paradoja que nos trajo a esta ya extensa digresión sobre porqué siempre estamos por cambiar el mundo y porqué a Mandela, que dejó el cuero en el intento, se le recrimina lo que no consiguió, a pesar de todo lo que consiguió.  “De aquí en más –dice Alcibíades– empezaré a ocuparme de la justicia”. Y Sócrates le contesta: “Yo también desearía que perseveraras, pero me da temor, no por desconfiar de tu naturaleza, sino al ver la fuerza (róme) de la polis, no sea que nos domine a ti y a mí”. La breve reseña señala que esa fuerza, ese poder, el poder del sistema, terminó con Sócrates. Y de ese poder se adueñó Alcibíades. Ese poder impuso a Gandhi la separación de Paquistán, herida política y territorial que tanto dolor trajo al pueblo de la India. Con ese poder negoció, y no creemos que lo haya hecho mal, Mandela, el sin igual.
   Ese poder, el poder del sistema, tuvo en su tiempo las espadas, hoy tiene los terroríficos parques armamentísticos de las potencias y su fundamento es económico. Ese esquema instalado por los que se adueñaron de los bienes del mundo, incluidos el agua y el aire, usa todo lo que tiene a mano para mantenerse y no modificar su esencia, incluso los que deberían ser conscientes de su clase y no transformarse en el proceso, como le sucedió a los hijos del apartheid que hoy gobiernan Sudáfrica, valga el ejemplo.
   Vale la pena recordar los problemas familiares que tuvo Mandela con su segunda esposa por estas cuestiones y cómo enfrentó una, seguramente, dolorosa y traumática separación.Vale la pena retomar algunos casos de la historia reciente en este país paradojal por excelencia: la juventud maravillosa convertida en jet set del mercosur navegando los lujos del desarrollo suicida en los yates de la lujuria. Vale la pena, contra toda ilusión, revisar estas cuestiones, racionalmente, fríamente, para buscar esa rendija por donde podamos empezar a cavar, siempre topos, siempre subterráneos, la salida, oscura, profunda, posible...

                                                       Camilo    -con ayuda de Josi-

Se citan en este post: Picabea, María Luna: La neurosis de clase existe  Revista Ñ pp 10711 Nº 536
                             Enlaces: http://www.revistaenie.clarin.com/rn/ideas/profecia-Socrates_0_1055894431.html
                                         http:/www.revistaenie.clarin.com/m/ideas/las promesas sin cumplir