” La esperanza, es la carga mas pesada que un hombre puede cargar. Esa es la desgracia del idealista”
Firmado por: El Condicionado. Raimundo Arruda Sobrinho

sábado, 27 de abril de 2013


Historias de muchacho grande

   Hoy, que hablamos de la adolescencia extendida y de la juventud a los treinta años, un muchacho grande es aquel que está en el borde elevado y árido de los cuarenta años y que mira de vez en cuando la pendiente un poco riscosa que lo llevará por los últimos vericuetos de la vida, que pueden durar diez, quince, veinte o cuarenta años más. Pero que ya no tendrán la luminosa frescura de aquellos días de secundaria ni el aroma entre dorado y celeste de los primeros cigarrillos.
   Esa pendiente que lo espera, con secos matorrales de desidia y alguna que otra tosca desprendida a su paso, rodando por el precipicio hacia el fondo insinuado del infinito, será cada vez menos firme, las manos se irán contagiando de pliegues y duras torpezas temblonas. Tal vez los ojos requerirán el marco fino y duro de un soporte de metal que los aliviará de la fatiga de décadas de no mirar el cielo y sus estrellas, o de mirar la fresca burbuja de cerveza subiendo tras un cristal empañado como estos vidrios. Vidrios que se anublarán con el recuerdo de la primera novia, o con la nostalgia por la infancia y el amor de la madre, bella y dulce, que hace ya mucho lo dejó huérfano y solitario en la casa grande de la que él nunca se ha ido.
   Los años que lo esperan están, con su nube grisácea de día, vacíos. Entonces... porqué no seguir a los amigos que han decidido, por la razón que fuere, inscribirse para cursar el magisterio. En general así ha sido siempre: los amigos se iban para allá, para allá vamos, los amigos venían para acá, acá venimos. Acaso alguna vez intentó la sedentaria rutina propuesta por una mujer enamorada o vivió poco tiempo el engañoso intento de ser un hombre común y corriente, con la hija pequeña y hermosa colgada de su mano, camino de la escuela. Pero algunos hombres se han hecho solos, están solos. La pandilla y su barullo es como el sonajero agitado por la mano de un bebé inconsciente. Llega el momento del hastío y el solitario deambulador vuelve a su rincón, donde aún el orden materno prevalece, aunque ella ya no esté allí  desde hace tanto.
    El solitario se fuma su último cigarrillo de la noche, hojea distraído algún libro y apaga la luz que se confunde con la luminosidad húmeda de la madrugada. Mañana empezarán las clases. Después de veinte años volverá a ser alumno, bostezará descomedido y aburrido entre los veinte compañeros de la barra que también se han anotado porque ser maestro es lo más fácil del mundo. Incluso más fácil que ser el vagabundo atolondrado de la noche que todos los días se acuesta a las cinco de la mañana.
   Las clases se suceden envolviéndolo en una textura sedosa de palabras incomprensibles. Conoce de pronto otro mundo. Un mundo de gente que está muy loca. Gente que solo habla con ideas desnudas y tan distantes de las cosas, y de las livianas chimenterías, y de las pegajosas bromas, y de las rudimentarias humoradas: el ritual infinito de la vaciedad que lo ha convocado a él día tras días durante veinte años y que le ha dejado en el alma solo un lampo lechoso de ironía en el que no logra reencontrarse. Esta gente lo sacude, lo acobarda, lo despierta. O quizá no es la gente: en realidad son las palabras, las ideas.
   Un día de hastío lee por pura indiferencia un pequeño corpus sobre nociones básicas de pedagogía. Se sorprende a sí mismo en ese humano complejo y recortado frente a la contradicción, que le ofrecen las páginas. Otro día lee un libro de García Márquez. Y el viejo gurú le zampa a la seca nuez de su cerebro el elixir poderoso de la palabra, la magia, la maravilla.
   Y el muchacho grande se convierte en un adolescente que se busca a sí mismo en ese afanoso y crudo universo de las ideas. Los amigos hace mucho han abandonado la intentona. El persiste. Reorganiza horarios, abre de a poco los resquicios cerrados de una sensibilidad que le viene de lejos. De los ojos mansos y tranquilos de la madre muerta, de las horas en que la ha visto, sin verla, corrigiendo cuadernos, leyendo un libro, mirándolo callada desde más allá de la vida.
   Hasta que al fin está en el aula: frente a él treinta cabezas prometedoras lo desafían, lo ignoran, lo acorralan, lo saludan con la vieja canción de la escuela pública: -Buuuueeeennnooooooossss dddííííaaaaaassseñññooorrr.
   Y da clase. El día lleno de rumores le recuerda su infancia. Su larga y desgaritada infancia de nene de mamá. La infancia de ayer nomás. Ahora puede sonreír recordándola. El muchacho grande ya es un hombre.

martes, 23 de abril de 2013


Aquellas utopías

   Tal vez haya alguien más que está mirando lo que pasa entre nosotros, además del fútbol, y las botineras, y las pantallas del entretenimiento y la festichola interminable. Porque hace cuarenta o treinta años atrás andábamos los argentinos con un montón de jóvenes peleando, con diversas herramientas que no da este espacio, por ahora, para analizar. Y era una pelea rica en sueños, en proyección de futuro y en vocación de cambio. Era ese un tiempo que no le temía al cambio. Lo buscaba con pasión, fundamentando esa esperanza con un discurso llameante y desconsiderado.
   Después vino lo que ya sabemos y la palabra revolución se hizo humo. Llego el silencio y luego todo se llenó de publicidades que insinuaban un orgasmo con cada nuevo vaquero, que auguraban la plenitud total en el velocímetro de autos redondeados como pechos siliconados.
   La revolución era un fracaso estrepitoso, era tan o mas injusta que las tiranías del pasado. Ya lo dice Milan Kundera con su escritura de cicuta: “Las injusticias del pasado se corrigen con nuevas injusticias.”
   Más a pesar de la decepción y la tristeza, aún en el borde tenebroso a que nos condenan las traiciones de nuestros mejores sueños, debería considerarse que los pueblos que intentaron la revolución, al menos lo intentaron. Y que ha pasado mucho tiempo hasta que “el largo lagarto verde” abrió su bocaza para que salieran desde sus playas hacia el resto de América algunas voces que quieren contarnos su versión de la historia desde adentro.
   Tendríamos que escuchar lo que tienen para decirnos los hijos de la revolución. Deberíamos escuchar lo quiere decirnos Yoani Sánchez, por ejemplo. O seguir el vericueto amargo de esos sueños dilapidados. Intentarlo por nuestra cuenta. ¿Porqué no?


martes, 16 de abril de 2013


Natural

   Estoy tecleando en una máquina sofisticada y luminosa, tal como lo vi hacer en televisión hace más de cuarenta años a los actores de la serie Star Trek. Sin embargo, nunca he podido curarme de la añoranza por los árboles aquellos que constituían el paisaje en el que crecí. Ese paisaje era absolutamente opuesto al de los lejanos planetas a los que llegaban los grisáceos actores de la serie de los viajes interestelares. Casi siempre allí sólo había piedra y polvo, un viento gris y lleno de ecos admonitorios y tremebundos.
   En el Chaco profundo y olvidado, en cambio, había árboles, había pájaros, había cabras (o chivos, como se quiera llamarlos), había flores azules entre las hojas rojas de los cardos y había nubes blancas que se reflejaban impolutas en el agua de las cunetas. Había una vida, rica y fresca, llena de luces, serena y hospitalaria.
   Cuando se denosta esa vida del niño ocupado en quehaceres y se habla de derechos y se complementa el artículo o columna o comentario con dos o tres publicidades de ropa, juguetes, accesorios, para niños, también recupero la imagen de la insoslayable muñeca de la última página del Anteojito.
   La variedad y multiplicidad del mundo, de las vidas humanas, de sus inagotables posibilidades, también llegaban a aquellos lugares en el que los árboles tenían identidad, ocupaban un espacio, eran un ser más en el ámbito de la existencia. La naturaleza y el hombre luchaban, se aliaban, se ignoraban, se daban tregua y convivían…
   A veces pareciera que solo hay máquinas, que la tierra toda está invadida de máquinas y que solo hay árboles allí donde el hombre decide ponerlos. En algún pueblo cercano he visto árboles construidos con verdes botellas de plástico. La penosa imagen de un árbol resplandeciente de luces cuya copa es un tejido de verdosos botellones crujientes, un árbol de desechos, un árbol de basura.
   Vuelvo a aquellos otros lugares donde los niños arreábamos vacas y acarreábamos baldes de agua y transplantábamos lechuga o cebollitas, porque entonces no estaba mal visto que los niños trabajaran. Hay basura plástica en algunos lugares, afeando e infestando los rincones conocidos en el que los molles llenaban el aire con su aroma seco y áspero o los talas aglutinaban avispitas sedientas de dulzura.
   Aún así, sigue habiendo árboles. Árboles que allí nacieron, solos, sembrados por el viento, o la lana solidaria de las ovejas, o la correntada oscura del agua de creciente.
   Árboles que ya están viejos y que saben de niños que colgaron en ellos cordeles de hamacas, y azotaron sus ramas con risas, y comieron sus frutos amarillos y harinosos, y crecieron… y se fueron…
   También hay algún árbol nuevo. Seguro habrá algún niño que vivirá y crecerá bajo su sombra. El niño un día se irá y no volverá. O volverá para ver al árbol, borroso, en medio de sus lágrimas. 



viernes, 12 de abril de 2013


No hablemos de mí

   Vengo de un tiempo viejo. Soy una criatura formateada, valga la paradoja, en el siglo XX. Por eso tengo cierta rémora de pudor que ahora no se estila. Además, aún sin pudor, lo que hay en mi cabeza y en mi alma creo que son solo libros. Y paisajes.
   De eso quiero hablar: de paisajes. El Chaco es una provincia desvalorizada en cuanto a su imagen. Muchos chaqueños van a otros lugares y vuelven con los ojos en blanco alabando bellezas del mundo como si su propia provincia fuera un ámbito vacío, ya ni digamos feo, vacío.
   Respecto de esta cuestión, no se puede dejar de admirar y respetar a los santiagueños que son capaces de cantar (aunque suene anacrónico):

“¡Ay, mi Santiago querido,// yo añoro tu quebrachal!”

   Unos cuantos chaqueños menosprecian abiertamente su monte, su sol a rajatabla, el viento norte,  incluso a sus propios comprovincianos. Y los que aman al Chaco, en gran medida lo hacen desde el resentimiento y la resignación. Ver de ejemplo la lastimosa letra del Himno oficial de la provincia.
   Sin embargo hubo quienes  supieron expresar la esencia del Chaco desde la perspectiva de su rasgo distintivo y fueron capaces de decir, amorosamente y con apasionada ternura, lo que el Chaco tiene de maravilla y de poderoso.  Esos hombres fueron, naturalmente, sus poetas.
   Víctor Miguel Mercado alabó al apabullante paisaje de su tierra con un poema infinitamente bello: “Verde” . Y Adolfo Cristaldo dijo, con voz de exiliado, viendo las lunas de otros suelos:
”Miente quien dice la luna es una//
porque las lunas//
no son las mismas que he visto allá…”

Mario Nestoroff presentó su pago rimando: “Chaco es mi tierra al norte de mi patria”.
   Si, señores. Y tiene paisajes. Y tiene gente. Y tiene mucho más. Solo hay que ponerse a mirar. Algún día les contaré de ello.

Aquel tuerto

   Era magnífico. Con lo que connota ser magnífico: grande, maravillosamente único, un rey sin corona, magno por magnánimo, por fuerte, por excepcional. Venía de Lagash. Lagash venía de un remoto pasado, acerca del cual llegan a saber solo algunos especialistas. Era un lugar del mundo en el que, podría decirse, antes de que los griegos nos dijeran cómo teníamos que pensar y con qué teníamos que soñar, ya se habían iniciado los grandes sueños de la humanidad.
   Era un héroe. Y por ello cumplía el ciclo heroico al pie de la letra. Un día llegaban hordas asesinas a su patria y arrasaban con su vida, su pasado, su destino. Entonces el hombre joven y hermoso, que aún no era tuerto, como corresponde a un héroe se creaba un destino.
   Y un día una flecha terrible le desgarraba un ojo. Y quedaba tuerto. Y desde entonces portaba un parche de cuero sobre la cuenca vacía como otros portan medallas o trajes de marca. Era su mejor batalla, porque se la había ganado a la muerte. Después de perder el ojo ya nada podía vencerlo, ni matarlo ni borrarlo de la faz de ese lampo lunado y lleno de lobos crueles que constituyen el territorio de la imaginación y de los sueños de los hombres.
   Aquel tuerto es el héroe mayor entre todos los héroes posibles. Más que Gil Gamesh, el cual tenía un entripado raro con la inmortalidad. Más que los héroes patrios a los que en vez de potentes músculos en el cuello sólo se les veía un lazo muy envuelto. Más héroe aún que el Mío Cid, caballero excesivamente remilgado, rezandero y casado. Más héroe que nuestro pobre padre que se rompía el alma en el tanino pero era de carne y hueso y estaba en casa todos los días.
   Aquel tuerto era solo temido por los malos, amado hasta el delirio por las mujeres, y, con sus músculos de bronce y con su parche de cuero sobre el ojo, anda todavía cruzando los desiertos de la injuria, aplicando justicia… a sangre y fuego…

Leer y escribir

   Me gustaría que leyeran esto aquellos a los que les interesa el humanismo universalista. Entiendo por humanismo universalista al nivel de conciencia ética que solo percibe a cada ser humano como individuo, sin marcas de género, de raza, de edad, de posición social.
   Lo único que debería pedírsele a cada ser humano de este tiempo es que sea capaz de ver en los demás una faceta de sí mismo. Y como tal, así como luchamos a brazo partido con nuestras oscuras inclinaciones y regamos con sudor o con lágrimas (y algunos hasta con sangre) los baldíos de nuestra humanidad para que germinen, florezcan y fructifiquen, así ayudemos a los demás a encontrar sus propios eriales y convertirlos en huertos y jardines, en fuentes y ríos, en árboles magníficos o al menos en aquella rosa blanca de la que hablaba Martí.
   Estoy segura de que leer y escribir pulen el alma de aristas peligrosas e iluminan la inteligencia. Escribía de joven por impulso ingobernable (eso que llaman vocación); escribo ahora porque quiero ser una voz entre muchas voces, que es casi como ser la voz clamando en el desierto (eso que algunos llaman misión).
   No soy mesiánica, pero la existencia es esta afirmación de la vida en el absurdo. Y sé que un día todo será ceniza. En tanto leo y escribo.


Boulevard

   Los bulevares son avenidas bordeadas de árboles. Son un residuo cultural urbano de los tiempos en que nuestra sociedad estuvo impregnada, influenciada, por la cultura francesa, allá por el siglo XIX. Y principios del siglo XX.
   En mi novela individual los bulevares representan un marco emocional importante de mi identidad. Están en mi recuerdo desde mi más lejana infancia y son en cierto modo el lugar desde el que aprendí a ver el mundo.
   Los veo de algún modo como una metáfora: la vida es un largo bulevar, a veces sinuoso, a veces decadente, a veces renovado. En ciertas épocas recorrí esos bulevares en bicicleta. Iba y venía a su vera haciendo mandados. No era consciente entonces de la felicidad o la plenitud que me arropaba. Hasta que un día de esos me fui lejos. Y los comencé a extrañar.
   Mi ciudad, una ciudad del interior del Chaco, es como una mujer hermosa, casquivana, frívola, y a veces, como yo le he sido, un poco inconsecuente con su pasado. Nació ella del amargo y sudoroso trabajo del tanino y se hizo pujante y alegre gracias al esfuerzo de muchos hombres que en ese entonces transpiraban en sus montes, en sus fábricas (sobre todo la de tanino), en sus algodonales.
   Hoy apenas le queda el sudor con brillantina de sus comparseros. Pero sus bulevares han vuelto a renacer. Se están transformando en anchas avenidas luminosas y otros niños, con otra historia, juegan y trajinan por ellas.
   El bulevar de mi infancia todavía sigue igual. Aunque ahora le han renovado el sendero central y hay nuevos árboles, chiquitos, ingenuos, creciendo junto a los antiguos, maltrechos eucaliptos. Nuevos árboles, nuevos niños.
   Como esas viejas damas que alguna vez fueron hermosas y deseadas, Villa Ángela sabe cómo renovar sus encantos.