Historias de muchacho grande
Hoy, que hablamos de la adolescencia extendida y de la
juventud a los treinta años, un muchacho grande es aquel que está en el borde
elevado y árido de los cuarenta años y que mira de vez en cuando la pendiente
un poco riscosa que lo llevará por los últimos vericuetos de la vida, que
pueden durar diez, quince, veinte o cuarenta años más. Pero que ya no tendrán
la luminosa frescura de aquellos días de secundaria ni el aroma entre dorado y
celeste de los primeros cigarrillos.
Esa pendiente que lo espera, con secos matorrales de desidia
y alguna que otra tosca desprendida a su paso, rodando por el precipicio hacia
el fondo insinuado del infinito, será cada vez menos firme, las manos se irán
contagiando de pliegues y duras torpezas temblonas. Tal vez los ojos requerirán
el marco fino y duro de un soporte de metal que los aliviará de la
fatiga de décadas de no mirar el cielo y sus estrellas, o de mirar la fresca
burbuja de cerveza subiendo tras un cristal empañado como estos vidrios. Vidrios
que se anublarán con el recuerdo de la primera novia, o con la nostalgia por la
infancia y el amor de la madre, bella y dulce, que hace ya mucho lo dejó huérfano
y solitario en la casa grande de la que él nunca se ha ido.
Los años que lo esperan están, con su nube grisácea de día,
vacíos. Entonces... porqué no seguir a los amigos que han decidido, por la razón
que fuere, inscribirse para cursar el magisterio. En general así ha sido
siempre: los amigos se iban para allá, para allá vamos, los amigos venían para
acá, acá venimos. Acaso alguna vez intentó la sedentaria rutina propuesta por
una mujer enamorada o vivió poco tiempo el engañoso intento de ser un hombre
común y corriente, con la hija pequeña y hermosa colgada de su mano, camino de
la escuela. Pero algunos hombres se han hecho solos, están solos. La pandilla y
su barullo es como el sonajero agitado por la mano de un bebé inconsciente.
Llega el momento del hastío y el solitario deambulador vuelve a su rincón,
donde aún el orden materno prevalece, aunque ella ya no esté allí desde hace tanto.
El solitario se fuma
su último cigarrillo de la noche, hojea distraído algún libro y apaga la luz
que se confunde con la luminosidad húmeda de la madrugada. Mañana empezarán las
clases. Después de veinte años volverá a ser alumno, bostezará descomedido y
aburrido entre los veinte compañeros de la barra que también se han anotado
porque ser maestro es lo más fácil del mundo. Incluso más fácil que ser el
vagabundo atolondrado de la noche que todos los días se acuesta a las cinco de
la mañana.
Las clases se suceden envolviéndolo en una textura sedosa de
palabras incomprensibles. Conoce de pronto otro mundo. Un mundo de gente que está
muy loca. Gente que solo habla con ideas desnudas y tan distantes de las cosas,
y de las livianas chimenterías, y de las pegajosas bromas, y de las
rudimentarias humoradas: el ritual infinito de la vaciedad que lo ha convocado
a él día tras días durante veinte años y que le ha dejado en el alma solo un
lampo lechoso de ironía en el que no logra reencontrarse. Esta gente lo sacude,
lo acobarda, lo despierta. O quizá no es la gente: en realidad son las
palabras, las ideas.
Un día de hastío lee por pura indiferencia un pequeño corpus
sobre nociones básicas de pedagogía. Se sorprende a sí mismo en ese humano
complejo y recortado frente a la contradicción, que le ofrecen las páginas. Otro
día lee un libro de García Márquez. Y el viejo gurú le zampa a la seca nuez de
su cerebro el elixir poderoso de la palabra, la magia, la maravilla.
Y el muchacho grande se convierte en un adolescente que se
busca a sí mismo en ese afanoso y crudo universo de las ideas. Los amigos hace
mucho han abandonado la intentona. El persiste. Reorganiza horarios, abre de a
poco los resquicios cerrados de una sensibilidad que le viene de lejos. De los
ojos mansos y tranquilos de la madre muerta, de las horas en que la ha visto,
sin verla, corrigiendo cuadernos, leyendo un libro, mirándolo callada desde más
allá de la vida.
Hasta que al fin está en el aula: frente a él treinta
cabezas prometedoras lo desafían, lo ignoran, lo acorralan, lo saludan con la
vieja canción de la escuela pública: -Buuuueeeennnooooooossss dddííííaaaaaassseñññooorrr.
Y da clase. El día lleno de rumores le recuerda su infancia.
Su larga y desgaritada infancia de nene de mamá. La infancia de ayer nomás.
Ahora puede sonreír recordándola. El muchacho grande ya es un hombre.