” La esperanza, es la carga mas pesada que un hombre puede cargar. Esa es la desgracia del idealista”
Firmado por: El Condicionado. Raimundo Arruda Sobrinho

domingo, 31 de agosto de 2014

 De batallas y reinicios  

  La vida siempre nos da vuelta del revés, nos deja a la intemperie, nos pone panza arriba, inermes, entregados, desnudos, a veces en carne viva, otras tan humillados y frágiles que es como volver a ser aquel feto expulsado a la luz y al aire de una antiquísima madrugada cuando tragar el primer chorro de oxígeno y despegar los párpados sin estrenar determinaron el inicio de todos los inicios.  
   A los veinte años fue duro empezar la vida propia, sin la segura casa, la mesa patriarcal y su comida, el abrigo y la noche acunada por el cuidado de una familia grande dormida a nuestro alrededor y el perro, guardián y tierno, vigilando en la puerta. Tiempos eran en que las niñas todavía esperaban casarse para salir de casa y llegar al buen puerto del hogar en el que serían amas y señoras, dueñas de su cocina y su fregadero, organizadoras de la vida de un marido que vivía más afuera que dentro, eternas penélopes que habían aprendido a jugar y tejer, y a abrir la puerta, claro.
   Pero el modelo estaba haciendo crisis. Y algunas de las mujeres que hace treinta años tenían veinte no encontraron el camino y como la caperucita de los cuentos se perdieron en el bosque por no tener en cuenta las recomendaciones de su mamá, se dejaron tentar por las flores del prado secreto y hallaron otros senderos, otras historias.
   Algunas de esas historias estaban cargadas de incertidumbre. Y de resistencia. Y de rechazo. Eran historias en las que la muerte del pasado exigía un costo humano que treinta y tantos años después es difícil evaluar: que ganó y que perdió esa generación de mujeres cuyas vidas dibujaron otros andariveles, otras vías, otros senderos, otros prados de sueños y proyectos y otros eriales de fracaso y frustración diferentes del panorama preestablecido de sus madres y sus abuelas, es algo que por ahí anda la sociología intentando medir. 
   Mujeres libres pero solas, mujeres autoabastecidas pero antisociales, mujeres productivas (en lo económico, en lo cultural) pero ninguneadas, mujeres sin juventud de las que se espera una vejez corriente (con abuelazgo incluido), mujeres incansables pero intolerantes, mujeres que no parecían mujeres. Y no las equiparamos a travestis, ni lesbianas, ni transexuales. Mujeres que no se podían, ni aun se pueden, encansillar. 
   Cuando en la calle las muchachas hablan a gritos, se rien a carcajadas, piropean a los muchachos, mal contestan a los viejos, se visten con tiritas, compran y venden el cuerpo que quieren, les pagan por ser madres solteras, las apañan cuando siendo malas madres y pésimas parejas arruinan la vida de algún incauto, la justicia les da la razón aunque estén desquiciadas o enfermas, cuando vemos esta generación de mujeres nos replanteamos sobre las batallas mal ganadas.
   No es así como hubiéramos querido ganar la pulseada contra el machismo, contra el sexismo, contra la desigualdad necia que nos preparaba una casa cerrada, un patiecito con malvones y el lorito para tener con quien hablar. Si se nos hubiera mostrado este presente de chicas inconcientes y ombliguistas, tal vez habríamos sido más obedientes.
   Aunque es bueno aclarar que no vivimos la vida que vivimos para cambiar nada: nos enfrentamos a los nacimientos de cada nueva etapa con la garra que un mundo exigente, bravío y rebelde adiestró en nosotras sin que siquiera lo supiéramos: como las amazonas de que habla la noticia, nos dejaron de la mano de dios solo porque habíamos contravenido un mandato social. Ese día abrimos ojos nuevos a un mundo bravamente inhóspito y respiramos un áspero y ardiente aire de exigencia y crueldad para el que no estábamos preparadas. 
  Nos hicimos libres, autosuficientes, secas y solitarias. Un tipo de mujer que sabe rehacerse en las más duras circunstancias, queremos creer, al menos. Batallas ganadas sin querer en pos de un mundo que es como es, pero al que no le vendría mal ser un poco mejor.  

                                                                                  -*-

sábado, 9 de agosto de 2014

Los elefantes solo sonríen en los vídeos

   Dícese que en los años 60 (mítica década, solo comparable a los días de "había una vez"), el hombre llegó a la luna. En realidad solo dos hombres llegaron concretamente y se hizo universalmente famoso uno de ellos, por la sola razón de haber sido el primero en apoyar su pie sobre aquella polvorosa y, por lo que se sabe, estéril superficie. 
   Eran aquellos tiempos mucho menos desconfiados que los de ahora. Los humanos creíamos casi todo lo que la radio nos contaba y los que vieron el portentoso hecho por televisión solo confirmaban lo que ninguno de nosotros, que aún no conocíamos la capacidad de ficcionalización apocalíptica de Orson Wells, se habría atrevido a negar.
   Tiempos magníficos en que cuando el radioteatro representaba maldades varias contra la Princesa de Lorena y el León de Francia se jugaba la vida por protegerla, gauchos cosecheros desnudaban facones, frente al improvisado escenario del patio de la escuelita de campo donde se representaba el drama, en solidaria y corajuda ayuda al héroe.
   Tiempos en que no existían los efectos especiales y, si existían, no eran de dominio popular sus pelandrunas utilerías. Por eso en aquellos días todos habríamos aceptado que la sirena de las virales imágenes, medio viscosa ella pero sirena al fin, debía haber salido de los verdes y ondulantes fondos marinos y no del taller de una productora de cine, por ejemplo.
   Pero llegaron las dudas, los desmentidos, las historias versionadas y reversionadas en las que nadie sabe ya ni siquiera quién es su padre; como le sucede a la señora presidenta de este loco país, que debe andar por estos días espiando su abolengo y su estirpe en los retorcidos secretos de su adn, porque no faltó quién le desnudara lo que acaso ni ella misma sabía. 
   Del mismo modo en que se desmiente y se reelabora la realidad de ayer en la realidad de hoy, así como el paseo lunar de Amstrong es para algunos una hazaña fraguada y el padre de la presidente un avatar burgués, para muchos la epidemia del ébola es una creación de las farmacéuticas para comerciar algún fluido de su invención y el encuentro de Estela Carloto con un ignoto músico de pelo enrulado y canoso es una fantochada que ayudaría a no pensar en el default.
   Mágico mundo de las pantallas en las que se superponen, se entrecruzan, se hibridizan, ficción y no ficción, el mundo de la comunicación global es decadente, insatisfactorio y vacío. Es este un universo de espectáculo infinito donde la realidad se trastrueca y en el que se difuminan las fronteras de lo que es, lo que sería, lo que podría ser, lo que debería ser y lo que deseamos que fuera.
   Así parecería que el espectador occidental se regodeara en las inenarrables tragedias que está viviendo el planeta, en el continuo desangrarse de esta especie, que ya no necesitará un diluvio para reiniciarse, desde que ahoga todos sus odios y sus temores en la sangre de sus niños, en el dolor de los desposeídos, en la miseria de los sojuzgados. En tanto a este espectador universal solo le importa su pulsión de voyeur. Y con ella acredita su razón de existencia.
   Este espectador no quiere saber si es verdadero lo que le cuentan, sabe de antemano de la falsabilidad posible de cualquier mensaje. Tampoco desea conocer algo que lo podría enriquecer o comprometer o conmover. Lo único que desea es ver, más que el relato quiere la imagen.
   Una pequeña historia, perdida entre los miles de historias de la red, lo confirma: un elefante cautivo durante cincuenta años sonríe por primera vez. Y el espectador, exigente, defraudado, no se pregunta si un elefante puede sonreír (de lo que no dudamos), no quiere saber cómo sonríen los elefantes, no duda de la sonrisa del elefante (¡ya ni siquiera duda!). Su desencanto señala la ausencia de fotos, o de vídeos, que justifiquen su incompleta existencia frente al espectáculo soso de la felicidad.

                                                                             -*-

sábado, 2 de agosto de 2014

Frases escritas con sangre

   Hemos leído, seguramente, que en este mundo de paradojas “todo cambia  para que nada cambie”. También es cierto que asistimos a un tiempo de saberes comprimidos en frases más o menos ambiguas, pretenciosamente sintetizadoras de supuestas ideas absolutas. Es, tal vez, una forma de discurso social y se pone de manifiesto en cualquier soporte, las podemos leer en las revistas de divulgación científica o filosófica como ejemplificación de la genialidad de creadores, investigadores o pensadores.
   Así hacemos un curso sobre el pensamiento de Ortega y Gasset o las nociones ejes de la teoría lingüística de Chomski en tres o cuatro frases, citadas fuera de cotexto y de contexto como si fueran rozagantes frutos que se vuelcan generosos de la cornucopia de la sabiduría.
   Frases críticas, contradictorias, sosas, cursis o vacías, también hallamos en las redes sociales, engalanadas por diseños gráficos mas o menos coloridos, más o menos lujosos, más o menos acordes al sentido supuesto u orientado.
   Las frases que circulan pierden identidad, se empobrecen de sentido, se cargan de frivolidad y terminan por formar parte del juego vacuo de la autoayuda. Pero, al igual que las siglas, son constituyentes de los discursos circulantes en nuestra cultura, se han  instalado como un hábito de síntesis, como un rasgo discursivo de la liquidez de nuestro tiempo.
   Las hay para todos los temas pero son especialmente populares las frases que refieren al “amor” (desagradablemente empalagosas, casi siempre), las que se orientan a las enseñanzas de vida y reforzamiento de la autoestima (simplificadoras, enraizadas en el resentimiento y el egocentrismo, la mayor de las veces), las que propenden a la exaltación de valores y/o principios morales, estéticos, éticos, políticos, sociales (en general desconectadas de toda reflexión organizada y coherente), nociones fragmentarias, casi siempre mal citadas, incluso mal redactadas.
   Todas las épocas han tenido saberes aglutinados en pocas palabras, fáciles de recordar y útiles para ser recuperadas en esas ocasiones que requieren de algún modelo de encuadre o justificación dentro del panorama de la vida cotidiana.
   La moraleja de las culturas del Asia menor, que los griegos tomaron para sí y que sintetizaban las ideas esenciales de esa cosmovisión magnífica, preñada de desigualdades y crueldad a favor del más fuerte, o el más poderoso. Ejemplo irrebatible “La fábula de la cigarra y la hormiga” que tan bien representa el modelo acumulador de los pueblos que se alimentaban del botín y del comercio.
   Los versos moralizantes le fueron muy provechosos al pensamiento del medioevo feudal para mantener un rígido esquema donde todo estaba regulado, controlado, por la esperanza más allá de la muerte y la resignación del acá esforzado e impiadoso. Don Juan Manuel lo desarrolló magistralmente en los pareados que su conde hacía escribir como cierre de los esclarecedores diálogos que mantenía con Patronio.
   El refrán popular, tan caro a Sancho y que enervaba a Don Quijote, cuyas mentalidades diferentes estaban signadas por la profunda huella que instala la cultura letrada frente a la cultura ágrafa, tal como lo desarrolla Walter Ong en su sistematización de los niveles de oralidad.
   Frases cortas que aspiran a decirlo todo. Tal vez no lo logran; pero se acercan mucho a un conato de síntesis, al menos se ajustan al título de situaciones para las que no encontramos explicaciones, cuestiones que quedan fuera de toda razón y reflexión, cuestiones que después de un siglo, o de cinco siglos, o de quince siglos, se plantean exactamente igual.
   Es ahí que rescatamos esa frase que alguien dijo refiriéndose a los cambios que instalan o intentan instalar las revoluciones y que sin embargo no logran torcer la tendencia de la realidad a repetirse y reconstruirse con sus principios permanentes. Así la escalofriante distinción y separación que las ideas religiosas y/o políticas fomentan entre los seres humanos vuelven sobre la humanidad su helada cola de serpiente y su verdoso, mortal veneno, siempre letal, aunque pasen los siglos.
   Tal como ayer, los judíos, los gitanos, los homosexuales, los aborígenes, los negros, todos los diferentes del estereotipo, han sufrido el insulto, la persecución y el asesinato, así hoy… sin análisis, sin piedad, sin una pizca de bondad, de humanismo.
   Leemos en las redes sociales las mismas crueles palabras referidas al agobiador conflicto en Gaza y sus protagonistas, voluntarios o no, tal como leímos esas mismas palabras, esas ideas de discriminación y exterminio, en los libros de historia o en los testimonios de hechos sucedidos hace un siglo.
   Insultos descarados, impunes de toda equidad, degradantes de la condición del hombre como sujeto de derecho, logro costoso para lo humanidad como ningún otro lo ha sido; insultos reaccionarios que retrotraen al hombre a su condición más primitiva, nos ponen de frente al humano terrorista, al humano inhumano, a la deshumanización que, de por sí, tanta sangre/vida inocente le ha costado a esta tierra.
   Ante la guerra, el llanto de las víctimas, la crueldad infinita del humano, los intereses incomprensibles escudados en creencias religiosas o posicionamientos políticos, ya no somos capaces de tomar partido. Solo somos capaces de llorar con estas inútiles palabras por el hombre que demuestra cada vez cuán incapaz es de redimirse.
   Hijos de este tiempo de palabras vanas, nos quedamos con la frase: “todo cambia para que nada cambie”. Porque lo que en verdad no cambia, lo comprobamos entristecidos, es el hombre.




                                                             Foto de Josi V. G.
                                                                   
                                                                                    -*-

viernes, 1 de agosto de 2014

Recordamos al hombre de la imprenta   

   Recordamos un renault amarillo, sencillo, barato, eficiente. Una ruta de tierra y el monte ingrato del Chaco sobreexplotado, con su polvo irrenunciable y sus espinas. Un hombre, bajo, robusto, silencioso, calmo, manejando trecientos kilómetros concentrado y tranquilo. 
   En ese mismo renault amarillo nos llevó con su familia a sumarnos a la caravana celebratoria del mundial del 78, experiencia ingrata porque en la Avenida 9 de julio un grupo de indignados por los abusos de la Junta Militar casi da vuelta el autito con todos sus ocupantes dentro. 
   Recordamos el olor a tinta de su imprenta y el asombro del mecanismo deslumbrante de los moldes de plomo que organizaban la maravilla del texto impreso en un orden preciso, laborioso. 
  En esa misma imprenta ensayamos una mediocre colaboración ordenando boleteros, trabajo generosamente pagado, a veces inmerecidamente pagado. 
   Recordamos la vieja casa de estilo casi colonial, una columna de madera en el centro del salón comedor. Íbamos y veníamos alrededor de esa columna, sin mirarla, olvidándola a veces, pero sabíamos, aunque fuera intuitivamente que esa columna sostenía las vigas protectoras del techo.
   Recordamos así su condición de padre, con esa manera de los padres de entonces, pocas palabras, el estar condescendiente y protector, la firmeza, la constancia, un hacer de columna: el rol del que sostiene.
   Recordamos una lámina dibujada por Hermosilla Spak y la figurita del imprentero, redondeada, con una camisa amarilla de tela vasta, prolijamente ceñida a la cintura ya nada juvenil y el bigote cerrado, que empezaba a encanecer sobre la boca amable. ¿Donde habrá quedado aquella obra del César Hermosilla después de tantas mudanzas y cambios vividos por la familia del hombre de la imprenta?
   Recordamos, cuando le daba por la charla, relatos de leyenda; por él tuvimos noticias cercanas de Mario Nestoroff, con quién había trabajado en Villa Ángela haciendo algún tipo de publicación: una revista, un periódico, algo así. 
   Recordamos entonces que le gustaba mucho la poesía. Por él conocimos a Almafuerte, él nos prestó un libro del gran poeta romántico, libro que nunca devolvimos y que aun está en nuestra biblioteca. Libro inspirador con sus siete sonetos medicinales que ojalá alguien se los lea hoy, en estas horas bravas que la vida le pone por delante, don Eduardo López, padrazo, ciudadano decente, trabajador, generoso, hombre bueno, que no es poco decir.  Y del que aprendimos aquello:
                                                                 
                                    ¡Avanti!

Si te postran diez veces te levantas
Otras diez, otras cien, otras quinientas...
No han de ser tus caídas tan violentas
Ni tampoco, por ley, han de ser tantas.

Con el hambre genial con que las plantas
Asimilan el humus avarientas, 

Deglutiendo el rencor de las afrentas
Se formaron los santos y las santas.

Obsesión casi asnal, para ser fuerte,
Nada más necesita la criatura,
Y en cualquier infeliz se me figura
Que se rompen las garras de la suerte...

¡Todos los incurables tienen cura

Cinco segundos antes de la muerte!
                                      Almafuerte 

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