” La esperanza, es la carga mas pesada que un hombre puede cargar. Esa es la desgracia del idealista”
Firmado por: El Condicionado. Raimundo Arruda Sobrinho

sábado, 29 de marzo de 2014

Alumnos... de ayer y de hoy


   Alguna vez los hemos amado tanto. ¿Cuándo murió el amor? ¿En qué momento la ternura y la furia por mostrarles las llaves de la vida se convirtió en este acíbar agrio que nos llena la boca frente a su desparpajo y su desprecio? ¿Cuándo y porqué cambiaron esos seres inofensivos e inocentes que quisimos cuidar del desencanto, que hubiéramos salvado de la guerra, de la pena, del hambre y, sobre todo, de la maldad del mundo?
   No lo sabemos. Apenas si podemos fijar en la pared de los recuerdos dos imágenes disimiles, opuestas, ilustrativas de la distancia que media entre aquellos y estos, después de treinta años de vivir entre ellos. 
   En la imagen primera hay un montón de caras bruñidas de juvenil encanto, bellas de una pureza que nosotros, seres desterrados del bulevar, ya habíamos perdido: ellos creían, ingenuas golondrinas sin destino, en la promesa del pájaro azul de la felicidad. Y en esa fotografía colorida y fresca, llena de sonrisas frutecidas tal granados partidos bajo el sol, madurando, ahí, un poco más alto que los otros, moreno, seductor, dulce y alegre, Abico canta a gritos, con un agudo desentonado, una canción de Emanuel.
   En esas aulas nos esperaban, desafiantes y desamparados, juveniles, con el corazón entregado como el cachorro ofrece la garganta a las fauces de la madre recia y protectora que lo muerde cariñosa para enseñarle a defenderse; esperaban confiados, transparentes. A veces nos preguntamos cuánto habremos traicionado esa confianza, esa maravillosa capacidad de sueño. Y una lágrima negra nos atraviesa el alma.
   Una siesta cualquiera nos dieron la noticia: Abico había muerto en un accidente. Iba de una escuela a otra escuela, sembrando margaritas por los bulevares perdidos del Chaco profundo. Abico, el principito pobre de aquel pueblo de tierra y pastizales. El alumno moreno, con su cara llena de risa ya no estaba. Ni él, ni aquella canción de Emanuel que nos dedicaba, pícaro y tierno, para escabullir la dura disciplina de esta mujer venida de los bulevares del ideal obtuso, inalcanzable. 
   Tal vez comenzó entonces la transformación. Tal vez aquella noche, en que miramos por última vez la cara de Abico en el cajón,, estábamos mirando también un tiempo que empezaba a morir y ser pasado. Y acaso, como en esas películas de zombies ahora estamos viviendo en un país de muertos que caminan, en un mundo de apestados terribles, en calles llenas de chillidos de miedo e inmundicia.
   Porque la otra escena es tan opuesta. Las caras tienen una pátina de aceite, un brillo malsano, maloliente. Y las risas son torpes y groseras. Y ese alumno nos mira, espatarrado en la silla, exhibiendo el bulto de esos genitales recientemente adquiridos, y tuerce despectivo la boca y hecha hacia el costado un esputo espumoso, abundante, que cae al lado de la pata del banco mientras él nos mira de frente, con unos ojos turbios, repulsivos.
   Menos mal que tenemos Internet para reemplazar los bulevares. Así que corremos a nuestro rincón secreto, donde no dejaremos entrar a los muertos vivos porque pondremos a todo volumen, para que se escuche en toda la manzana, la canción de Emanuel.



lunes, 17 de marzo de 2014

Cuentos

   A veces, después del asado o de un almuerzo cualquiera, el padre contaba cuentos. O recitaba versos. También en algunas noches, cuando la luna alumbraba tan transparentemente que parecía de día, como solía decirse entonces. Muchas veces era el segundo vino tinto el que propiciaba aquellas expansiones. 
   Salían a relucir entonces los cuentos de Don Juan, el zorro, pero en versiones que no hemos vuelto a escuchar en relatos orales, ni hemos hallado en recopilaciones de especialistas, cuando ya nuestros intereses y las necesidades del oficio nos llevaron por entre los libros como en aquellos años nos llevaba el senderito de ladrillos por entre los frescos eucaliptos del bulevar.
   Bajo el algarrobo, que en la memoria es gigantesco y magnífico y en el presente es achaparrado e inclinado hacia el sur como un anciano que va luchando contra el viento, con el poncho desmadejado y deshilachado, apañados por esa sombra que recordamos fresca y solidaria y que ahora solo abriga humedad y abandono, allí oíamos los relatos, con un asomo de sonrisa, con una pizca de curiosidad, infantiles y simples, todavía vírgenes de otros relatos mucho más crudos y terribles que nos estaban esperando al otro lado de la página, en el siguiente tramo de la vida.
   Don Juan había pasado varios días con sus noches jugando al truco con otros camaradas, tal vez el tigre y seguro el tatú. Así como hemos hallado al tatú o el carpincho como víctimas de la astucia aprovechadora del zorro en las asociaciones propiciadas por el zorro con el fin de beneficiarse del trabajo de aquel, así también en este cuento el zorro apunta al tatú para satisfacer su hambre.
   Porque los jugadores hace mucho que están gastando energías en su entretenimiento y están hambrientos. El Zorro orejea las cartas, aquí sería maravilloso poder transmitir la entrañable imagen recordada del narrador imitando el gesto característico de los jugadores de carta que desplazan uno sobre otro los pequeños recortes de cartón ilustrado para armar el esquema de su puntaje y espía por sobre las orejitas de las cartas los gestos, y si puede también las cartas, de sus rivales para poner en juego las picardías que permite el juego del truco.
   En este caso, mientras canta flor y truco, truco y envido, todo ese galimatías propio de la jerga del juego de cartas más representativo del criollo rioplatense, el zorro apunta con sus ojitos legañosos y malignos la rechoncha figura del tatú, al que imaginábamos apoyadito en la silla con su traserito casi en punta, la cola dobladita hacia un costado y la naricita vibrante husmeando las cartas sobadas y un poco gracientas por el uso.
-Tengo hambre- dice el zorro, y empieza a mirar golosamente al tierno, ingenuo, un poco tonto, tatú, combinándose con los otros para un probable festín... de tatú.
   En cierto modo, el tatú parece pero no es. Así que apercibiéndose del peligro que está corriendo decide una retirada con dignidad y en una orejeada última, vuelca sus cartas sobre la mesa y señala, perspicaz y oportuno:
-El que tiene patas cortas puede salir disparando, nomás.
   Tal vez no lo decía el tatú sino su pareja de juego que no logramos recordar quién era. Tal vez lo decía el tigre que sabía lo que era ser continuamente estafado por el zorro. Tal vez lo decía el tatú para anunciar que se mandaba a mudar. 
   Es este un cuento mal contado; porque la memoria emocional no es como la memoria que cultivamos en la escuela, en el estudio, en la práctica aplicada y constante de la reflexión. La memoria del pasado privado está armada de frases, imágenes, gestos, menudos chisporroteos de emoción y silencio y música  y un clima perdido para siempre que a veces vuelve con esa frase: 
-El que tiene patas cortas, puede salir disparando, nomás. Y la imagen del tatucito, real, tan claro, tan gracioso, escapándose, no como en los libros en dos patas verticales, humanizado, sino como un tatú, con ese trote de breves y menudos pasitos increíblemente rápidos.
   Eramos absolutamente solidarios con el tatú: por bonachón, por buena gente, por pacífico y gauchito. Porque nosotros éramos niños de campo, un poco como él, patitas enterradas, lomito oscuro, siempre a merced de los sagaces habilidosos dueños de los artilugios de la sobrevivencia en este mundo lleno de zorros, de tigres, y de alianzas por conveniencia entre los zorros y los tigres.  




miércoles, 12 de marzo de 2014

Paraguay global

   Las épocas tienen valores que se expresan en los objetos que las representan y que cristalizan en sí mismos esos valores. Naturalmente, casi siempre los que acceden a esos objetos son los que ocupan un lugar preponderante en la sociedad, o que aspiran a ello. Veamos ejemplos específicos que demuestren el aserto: cuando Zenón, el cínico, descubrió que podía beber con la mano arrojó al mar el cuenco que usara hasta entonces; tener un cuenco lo instalaba en el espacio civilizado de la cultura, era importante beber y comer como persona cultivada, en una casa decente había vasijas de arcilla, o de cobre, o de oro, en mayor o menor medida, según el estatus de sus moradores. Y en los palacios de los reyes hasta podía haber vasos de vidrio como prueba de que la riqueza y el poder también les permitía poseer utensilios que se rompían al menor descuido, puesto que podían reponerlos cuando y cuanto quisieran. 
   En la Edad Media poseer un jubón de terciopelo o una camisa de lino era posible solo para la más alta nobleza, pero lo que más importaba a un hombre de la nobleza guerrera que dominó la vida política y económica de Europa entre los siglos VIII y XIV era lo que le permitiría ser un señor de la guerra: una espada y un caballo. Las espadas, comenta en alguno de sus libros don Ramón Menéndez Pidal, podían tener el valor de un auto pequeño del siglo XX. Eso explica que los regalos del Cid a su rey o a sus yernos, hayan sido considerados regalos verdaderamente esplendorosos: caballos quitados a los árabes, muchos de los cuales tenían mayor valía que cualquier esclavo o siervo de la gleba para los valores de la época. Y espadas. Espadas de estirpe tan clara y tan definida personalidad que hasta tenían nombres como las personas.
   Para las actrices del cine de la primera mitad del siglo XX los vestidos de alta costura, las joyas (diamantes, oh, diamantes), los perfumes (¡aquel chanel nº 5!), constituían la prueba material de que habían llegado al más alto escalón de sus aspiraciones (ergo frivolidad).
   Se podría seguir enumerando, la alcantarilla del bulevar arrastra desechos del pasado, de los ingenuos o crueles sueños del pasado, sin ningún miramiento. Pero con los citados alcanza para ilustrar nuestra hipótesis: cada tiempo tiene su juguete mágico, su piedra de hacer sopa, su lámpara con su genio, que solo espera un toque para regalar a los hombres todas las maravillas de la tierra o del cielo: el poder, el amor, la riqueza, la fama, la eternidad. 
   Este tiempo, llamado global por su capacidad para instalar su poder masificador hasta en los pueblos de mayor energía identitaria, tiene también su elemento, se herramienta, su arma maravillosa e imbatible. Ya lo intuíamos: los medios de comunicación han cambiado hasta la forma en que se configura la inteligencia del hombre y parece redundante explayarse sobre la cuestión, que aun así se presenta inagotable. 
   Tan inagotable que una noche de estas miramos, y sin esperar la mágnífica sorpresa que nos depararía, una película paraguaya. Dulce tonada paraguaya, bilingüísmo, cosmopolitismo en el que la inmigración del cercano y lejano oriente ponen un toque más de exotismo, pobreza, urbanismo desbocado, jóvenes soñando como Aladino, mujeres de una fortaleza y una ternura únicas, todos rasgos del Paraguay que ya Roa Bastos, el augusto, nos había mostrado. Y en colorinche ajetreo de la vida paraguaya capitalina, el mundo global, los destellos de las pantallas pulsando los sueños, complicando los destinos, distrayendo, impulsando la aventura y la corrupción.
   La película se llama "Siete cajas", sus directores son Juan Carlos Maneglia y  Tana Schémbori, los personajes están a cargo de actores paraguayos y el eje del guión se centra en un adolescente llamado Víctor que sueña salir en televisión y que ese día descubre las maravillas del teléfono móvil, el celular. El protagonista, el héroe y antihéroe de la película es el celular. Una pequeña pantallita acompañada de un mínimo teclado y una batería traicionera, que se agota cuando más se la necesita, cuyo corazón de chip puede traer de regalo la más tonta y plena felicidad. Aunque no sirva para comprarle el remedio al hijo enfermo o sea usado para ocultar el desamor.
   "Siete cajas" ha sido nominada a muchísimos premios de los que ha ganado uno o dos. No porque no los merezca, sino porque es paraguaya: los actores son morenos criollos con escaso maquillaje, el paisaje urbano de la ambientación no es de utilería (es el mercado 4 de Asunción), los celulares que aparecen son los reutilizados que el mercado coreano o japonés manda a los países del tercer mundo, la lengua madre ameriindia impregna la mitad de los diálogos (aparece subtitulada), y decir Paraguay en el mundo global todavía suena a poco. Pero la película es maravillosa por muchas razones, más que nada porque es la primera vez que el celular muestra en una obra de arte el profundo sentido de su condición de fetiche global. 
    Dejamos enlaces por si quieren descubrir el universo paraguayo y su romance con el celular:
                           
                                                     La imagen de Larissa ha sido tomada de la red. Gracias.        




















www.youtube.com/watch?v=t1ax_XInBLE  
www.youtube.com/watch?v=kSva-gM5pFs    

sábado, 1 de marzo de 2014

Días de escuela

   El bulevar nos llevaba a la escuela. El primer grado fue maravilloso y larguísimo. A veces es como si hubiera durado toda la vida. La monja era morena, alta, delgadísima, y en su rostro agudo y seco como una pasa lisa se amalgamaban sin menoscabo la dulzura y la severidad. 
   Era obvio que trabajaba cuando sus alumnos descansaban en casa. Los más de cuarenta cuadernos tenían, el lunes por la mañana un sellito con el dibujo que representaba la nueva letra a aprender en esa semana. Corregía todos los días con una letrita retorcida y menuda que nuestro padre, de ancha, clara y elegante letra, detestaba. Hacía pasar al escritorio a cada uno de sus más de cuarenta alumnos, cada día, para leer en voz alta. Y alcanzaba el tiempo para la suma, el repaso oral y memorístico a los gritos, y hasta la broma delicada y graciosa o la sanción cruel y desoladora (era normal el plantón como castigo). 
   Antes de julio, el noventa por ciento de nosotros sabía leer. Todos escribíamos a la copia o el dictado casi sin dificultad. Y personalmente, a nuestra vida ya había llegado la literatura que campeaba en el libro de lectura, donde había osos y alas sin pájaros, lo cual nos parecía perfecto.
   El final de clase fue melacólico y tierno: puso su mano morena y ajada (las monjas trabajaban también en tareas domésticas,en ese entonces) sobre nuestros hombros de apenas uno y diez  de estatura y caminó junto a nuestro padre, orgulloso y serio, hasta el aula, para entregarnos el gordísimo cuaderno, sin una sola fotocopia pegada en él, todo obra nuestra, menos los dibujitos sellados que estropeábamos con los lápices de colores. 
   Junto con el cuaderno venía la libreta con un delicado y gentil mensaje para las vacaciones y nuestra promoción (así se dice ahora) a segundo grado. A ella le decían la hermana San Miguel. Nunca más la volvimos a ver. Decían que murió de leucemia en esas vacaciones.
   Tres años después dejamos la escuela privada por una serie de razones que no vienen al caso e ingresamos, otra vez deslumbrados, al universo popular de la escuela pública. El clima era más distendido pero no en desmedro del trabajo o el esfuerzo. Hubo, entre tantas, alguna maestra admirada por la pulcritud, la delicada entonación de la voz que denotaba la llamada buena educación. Descubrimos las uñas prolijamente pintadas y los labios con rouge. Aprendimos a caminar con paso de gacela como la bella maestra de cuarto grado y descubrimos que algunas de ellas criaban a sus hijos solas, aspecto que preanunciaba proféticamente nuestra vida futura. 
   La escuela pública fue un gran aprendizaje social. Y el inicio de la vida intelectual: la biblioteca era de libre consulta y tenía todos los Lo sé todo (de América y del Mundo), toda la obra narrativa de Constancio Vigil y las novelitas de las colecciones de Billiquen. Allí estaban guardadas,pero a nuestro alcance, la historia de Caperucita, Cenicienta y Pulgarcito. 
   Nunca más oímos hablar de Domingo Sabio pero aprendimos a recitar poesía y a leer paraditos en el frente (al principio en voz atorada de timidez y luego orgullosamente seguros de nuestras competencias), firmes y con el libro pesándonos entre el índice y el anular de la mano derecha.
   En la escuela pública terminamos de crecer. Encontramos la mejor amiga, que todavía nos acompaña. Atisbamos, avergonzados y culposos el amor insolente e iniciático. Y un día dijimos adiós y nos hicimos grandes. No sabemos si aquel tiempo era mejor que este. Tampoco nos interesa polarizar opiniones. Solo queríamos aprovechar para recordar y proponer la reflexión porque percibimos que es hora de hacer verdadera reflexión. No de volver al pasado, el cual es como la Atlántida: está definitivamente hundido en las aguas del tiempo y es el ámbito privado de los que venimos de él, solo nosotros podemos volver a esas aguas profundas que son nuestros recuerdos. 
   Pero el presente está oscuro y enredado, necesita reflexión, análisis y realismo. Así que para seguir con el presente y empezar a desentrañar su trama, dejamos este enlace:
                      http://www.lanacion.com.ar/1668516-como-vemos-a-los-docentes
   Vemos en esta columna un análisis objetivo y coincidimos con algunos puntos de la argumentación, que no vamos a señalar para no condicionar la lectura. Mientras ustedes leen nos vamos por el bulevar a mirar los viejos muros de nuestras escuelas: la privada y la pública. Porque las dos estaban a su vera. Y ambas nos acogieron y nos sirvieron la maravilla como menú del espíritu.