” La esperanza, es la carga mas pesada que un hombre puede cargar. Esa es la desgracia del idealista”
Firmado por: El Condicionado. Raimundo Arruda Sobrinho

martes, 11 de noviembre de 2014


Luces de danza


   ¿Nunca pasaste por la pérgola del artesano, domingo recién anochecido, en la plaza central de Resistencia? Pérgola del artesano, lugar destinado a la exposición y ventas de artesanía más o menos locales en la que el turista o el paseante del interior, el resistenciano mismo, puede encontrarse desde las típicas alhajitas de cualquier vendedor callejero o tejidos, cacharrería, manufacturas propias de habilidosos autóctonos (algunos descendientes de los pueblos originarios,  pero eso no hace mucha diferencia, aquí todos son resistencianos), hasta esculturas de artistas originales,  magníficos, tal vez poco conocidos, pero no por ello menos talentosos. Ya se sabe, Resistencia es la ciudad de las esculturas.

    La pérgola, sin embargo, es el paisaje donde se desarrollan también otras historias. Cada domingo es un capítulo nuevo en el que Resistencia, o al menos su urbano corazón mestizo, atravesado por tantas líneas de estilos y de búsquedas, se pone a palpitar con libertad adolescente en el borde mismo de la pérgola.

   Mientras el ritmo de la ciudad sigue su ronroneo de motores que fluyen desde el centro hacia los barrios, o desde los barrios hacia el centro, junto a la pérgola, sobre una pista de cemento se arma cada domingo, en la cálida anochecida, una reunión, con más o menos público, según lo que pinte. Un equipo de sonido, músicos y cantores de la ciudad o de la provincia, y un grupo variable de bailarines, aficionados y/o entrenados, levantan un alegre barullo de jarana que a veces, por sobre el ruido de la ciudad se llega a oír varias cuadras a la redonda.

   Se puede ver de todo: hace unos veinte días un grupo de rock, bastante lamentable, intentaba con el canto desgreñado de su vocalista, insuflar energía y entusiasmo a un público que se le escabullía. En otras ocasiones el chamamé ha hecho vibrar el piso y el aire de la capital provinciana. Una de esas noches un grupo de folcloristas cerró su presentación con el “Candombe para José”, aquel del negro que disimula sus penas bailando, el de la camisa endiablada, pero que aún así, lo sabe el cantor, es un negro bueno.

   Los bailarines quedaron un poco desorientados, el candombe no es un baile que se practique con frecuencia como la chacarera o la zamba. Algunos se las arreglaron con sus técnicas aprendidas profesionalmente, pero les faltaba el escorzo calenturiento que la raza negra le da a sus danzas. Hasta que saltó a la pista de cemento un morocho, no negro de raza sino negro de puro chaco, nomás. El morocho sabía de danzar candombes: las piernas quebradas en disposición de animal predador, los hombros un poco caídos hacia atrás, los brazos ofreciendo el frente interno, el pecho combado, todo él cayó sobre la pista en la postura del poseído por la danza. Y la danza se le rindió. Y las mujeres le empezaron a caer de a dos. Y los mirones corearon, hicieron palmas y vivaron, mientras el moreno se desarticulaba en la pista perseguido por las damas que fuera de allí acaso ni le darían el saludo.

   Más que los músicos, a veces muy buenos, el verdadero espectáculo es el que dan los bailarines. Algunos de ellos no se pierden un domingo. Hay bailarines muy jóvenes, niños casi. Los hay de aspecto próspero y distinguido. La mayoría viene de los barrios alejados a buscar una chispa de alegría en la fiesta abierta, popular, podría decirse democrática, si la palabra no estuviera tan bastardeada. Y algunas son parejas de ancianos. Vivaces, esbeltos e iluminados por el magnetismo de la danza, las parejas de viejos son las más lindas. Hay algunas que están todos los domingos. Y se bailan todo, desde la primera canción hasta la última.

   Una de esas parejas es la de la dama esbelta y el galán rendido. Son como el Romeo y Julieta de la pérgola. Ella es alta y sonriente, él es un poco calvo, la espalda algo cargada, con movimientos regulados de anciano. Ella tiene el pelo apenas coloreado, un tono ceniza que disimula las canas en una mujer que ha sido muy hermosa y que sigue manteniendo la actitud de la que se sabe admirada. Él podría ser un abuelo, lento y parsimonioso que pasea al nieto inquieto un domingo a la tarde en la plaza asoleada.  Eligieron los dos ser los bailarines más representativos de la pérgola.

   Bailan el uno para el otro: ella como una reina esquiva, sonriente y altiva, escurridiza; él como el peregrino que la sigue, la busca, la encuentra y la homenajea hasta convencerla y cautivarla, no con cadenas sino con el pañuelo amoroso de la zamba, con el ritmo entusiasta de la chacarera.

  Esta noche el conjunto se llama “El sendero” y cantan “El olvidado” con el acompañamiento muy alto del violín que desgaja su lírica rebeldía bajo el cielo invisible de la ciudad.  Los dos viejos, juveniles y frescos, bailan con renovado entusiasmo y cuando la zamba cierra su ronda de persecuciones galantes y pañuelería engañosa, él consigue apresar a su paloma y la premia, tierno y delicado, con un beso.

   En este extremo de la pista, muy cargada esta noche, un hombre de estatura mediana, piel oscura, aspecto de proletario, baila con sus dos mujeres y las cumplimenta a las dos. Una de ellas es alta y opulenta, la envuelve un vestido de verano con finos breteles que la muestran seductora y pulposa. Él debe de sentirse muy halagado de que tanta gente lo sepa dueño de esta belleza morena. La otra damita se levanta un poco más de metro veinte del suelo, luce los enormes ojos negros de la madre y mira al hombre como jamás mirará a ningún otro porque no habrá ninguno igual al hombre oscuro y fuerte que hemos tenido a los ochos años y menos si ese hombre es capaz de lucirnos en la danza de su vida. La niña compite abiertamente con su madre por las atenciones del bailarín que no se arredra y las hace girar juntas, a una con la mano del corazón, a la otra con la mano de traer el pan.

   Hay de todo: mujeres que bailan entre ellas, una muchachita vestida con un breve short  ajustadísimo que baila con un muchachito vestido de gaucho que no sabe cómo desenredarse las anchísimas bombachas frente a tanta provocación, hay jóvenes que bailan engreídos con la abuela, dando cátedra de habilidad, hay abuelas que bailan solas.

   ¿Nunca pasaste por la pérgola de la plaza central, en Resistencia, los domingos en la noche? Allí, justo al borde de la pérgola, el canto se alza hasta un cielo invisible en el que, seguramente, todos los duendes de las leyendas indias y algunos ángeles medio traviesos bailan, entreverados, contentos, como estos bailarines de Resistencia.




                                                      Fotos de Emanuel F.V.G.

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viernes, 31 de octubre de 2014

Encontrarse en un libro

   Hay épocas de la vida en que estamos inermes ante los textos que leemos. Cuando decimos que un libro nos gusta, o defendemos sus méritos con argumentos teóricos referidos a su trama, la precisión de su ingeniería estructural, la belleza del lenguaje, la riqueza o tragedia de sus personajes, tal vez, falazmente, estamos valorando en esa obra lo que de nosotros mismos se manifiesta en ella.
   Los especialistas en teorías (literarias, por ejemplo) se escandalizan ante la lectura impregnada de subjetividad, la lectura de identificación, la lectura que hace tiempo se llamaba ingenua.
   Grandes carcajadas resuenan en nosotros cuando recordamos a cierto académico, que no merece ser nombrado, despotricando contra la lectura ingenua. Parecería que la única lectura válida debería haber sido, según él, aquella que se desliza del temblor, de la lágrima, la que se no alimenta del terror o el entusiasmo. La lectura académica propende al análisis, a la hipótesis circunscrita en un paradigma de reflexión e interpretación justificado por el saber canónico.
   Anchos bostezos nos han despertado (percibid vosotros el oxímoron) los saberes canónicos. aunque de ellos hemos alimentado espuriamente nuestra eléctrica e impredecible sensibilidad, la cual, como el cazador sediento de sangre tibia y palpitante que queda abandonado en una isla donde solo caen cocos de las frescas y altas palmeras, no muere de hambre pero estará siempre insatisfecho. (ïdem el hermoso vampiro que se abstiene de beber sangre de sus antaño prójimos, por razones humanas -oxímoron risible, puesto que él ya no es humano-).
   Así también aprendimos a beber la leche dulce y pegajosa de la reflexión teórica, sistemática y ordenada, cuando nuestro más profundo deseo estaba atravesado por el hambre de historias, de palabras, de tragedia y de dicha, solo concebible en los libros, en la obra literaria, en la poesía. Y aspirábamos a intoxicarnos con poesía y luego ya podíamos irnos por esas tierras sin más preocupación.
   Pero gastamos una vida leyendo y haciendo leer a otros con moldes prefabricados, triste destino. Así ya no podemos pensar en la "María" de Jorge Isaac adobada en la salmuera de nuestras lágrimas, desde que los académicos superpusieron sobre el amor y el dolor, el esquema de hierro de la naturaleza como marco y metáfora de las pasiones. Tal vez por eso seguimos viendo a María con su vaporoso vestido bajo un arco florido, con el gesto de una Magdalena pura y virginal, enmarcada en las flores que tan bien custodiaban sus encantos. Esta escena, analizada hasta la náusea, nos convirtió a la ardorosa jovencita en una mojigata de estampita.
   A veces no fuimos obedientes. Nunca prestamos atención a aquellas clases en las que Alfredo intentaba disecar la estructura de "Cien años de soledad" en unos cuantos círculos de sentido mítico. Preferíamos, y defendimos, la belleza encontrada en la tibia caparazón de nuestra primera impresión: deslumbrado enamoramiento por la palabra, tejido con delicados y musicales hilos por aquel sacerdote de la maravilla. Y seguimos siendo felices con el libro magnífico.
   O meditando con alguno que llega como un emisario de buena voluntad con el vaso de agua áspera para acompañar estos ásperos días. Días estos de desarmarnos la vida para inventarnos otra. Días en que nos arrastra el impulso básico de la huida y el cambio. Días de rotos cántaros llenos de las reservas del vino curativo que los previsores guardan en el lugar más fresco y escondido de sus bodegas.
   Pero nosotros, los desgarrados, vamos como Geofrey Firmin bajo el volcán, arrastrados por una sed que no es sed, por una pulsión más potente que la vida, a ver las visiones fugaces y reveladoras de nuestros fantasmas. queremos conocerlos a todos, antes de morir. Verlos de frente, verlos en su desnudez degradante o deslumbrante cuando el fragor del disparo, cuando la pedrada del fracaso, nos arroje por el borde del barranco en cuyo filo nos agitamos con conciencia.
   Como Geofrey vamos hacia la última tarde, la última tormenta, la última noche ácida y quemante de esa verdad que no podremos, ni queremos, compartir. Para confirmarnoslo llegó a nosotros "Bajo el volcán" de Malcolm Lowry. Y no nos importa de esta novela su impecable estructura, los largos fluires de conciencia, los bien logrados raccontos, los detalles simbólicos que Oscar Taca revisaría meticuloso.
   Lo que nos importa es cuanto nos dice"Bajo el volcán" de nuestra terrible e inevitable soledad y de nuestra fantasmagórica y desgarradora búsqueda, las cuales son, con mezcal o sin mezcal, las que llaman a los seres que no renuncian a perderse. Los que deciden vivir bajo el volcán.

                                                       Malcolm Lowry -gracias wikipedia-

                                                                                                     -*-

   

miércoles, 8 de octubre de 2014

La literatura del borbotón

   Hay un tipo de escritor a los que podría llamárseles 'los del borbotón'. Eduardo Galeano, viejo amauta de ojos claros y boca amarga, es el prototipo de todos ellos y ha sido el enseñador de esas argucias literarias de la palabra regurgitada como una papilla, o torrentosa como la Garganta del Diablo del Iguazú. Lógico, como él nadie más. Pero herederos, sí que tiene.
   En estos melancólicos lugares donde el pasado nunca se va del todo hay alguno que otro con ese estilo exacerbado, acumulativo, la palabra, la frase, la metáfora, acumulándose una sobre otra como la arena cuando el camión la descarga desconsiderado, en un vuelco o en cucharonadas de pala ancha. No es fácil de leer para el que recién se inicia y menos es literatura para el perezoso o el de pocas luces: decenas de datos, puñados de anécdotas, cúmulos de juegos de lenguaje, en una sola página. Hay que animarse y aprender a leerlos y releerlos, porque de lo contrario queda solo un resumo medio ácido en la memoria y el corazón medio empañado de tristeza... y uno no sabe porqué. Con el tiempo sí ya se pueden sacar conclusiones.
   De los escritores de esta región caliente de desencanto, áspera de desencuentros y de plegarias mal respondidas, vamos a rescatar a uno que de andar nomás se nos volvió escritor. Porque muchas cosas ha sido, dicen este don Juan Manuel 'Carancho' Ramirez. Pero escritor se hizo un día en que seguramente lo tenían a mal traer los recuerdos.
   Hijo de taninero, Juan Manuel, 'Caranchito' mientras la sombra del padre lo cobijó bajo su ala, creció por esos andurriales del Remedios de Escalada; seguramente tuvo una madre devota de la Santa Teresita, linda chica con un ramo de rosas entre los brazos, en un barrio donde las mejores flores deben haber sido con suerte las achiras y los malvones. Criollo morenazo de esbelta estampa heredó los atributos físicos del padre, famoso galán nocturno, predador de ajenos gallineros ( y estamos repitiendo, con el permiso de 'Carancho' hijo, lo que hemos oído de los relatos de otros tanineros), muchacho peronista y de ideas federales como lo ilustra el nombre del hijo, cuyo derrotero político hizo honor a las expectativas paternas.
   'Carancho', el hijo, este Juan Manuel de quien hablamos, no desobedeció ni los sueños paternos ni el mandato social de que un pobre no puede ser otra cosa que peronista. Juan Manuel creció entre las cunetas del Escalada, las represas ladrilleras de la periferia sureste de la Villa y las dichosas y deslumbrantes expediciones de la infancia pobre del interior a los deslumbradores hoteles para niños que en los bordes del mar guardaba tutelar y bellísima, todopoderosa y magnánima, el hada Evita. 
   Esa experiencia fundante palpita a lo largo y a lo ancho de "La Tusca", el libro que escribió este viejo medio tosco, medio triste, que fue el diputado más joven de su generación y uno de los pocos sobrevivientes de las cárceles del Proceso en las que se gastó casi una década trasladado de una punta a la otra del país, según oí  por ahí, como una de las tantas hazañas que puede seguir contando.
   Y lo ha hecho: aprovechó la sobrevida para seguir contando el cuento. "La Tusca" es un largo relato mítico, plagado de anécdotas, de episodios chiquitos, con cientos de personajes (ninguno inventado, podemos dar fe, porque con unos años menos los hemos conocido, de vista o de oídas, a todos). 
   Sin embargo, no es la veracidad lo que hace que este libro sea magnífico. Poco puede servir este enrevesado relato sin principio ni fin como documento historiográfico. Este libro es un testimonio desnudo de un estilo de vida, de un puñado de sueños, del periplo existencial ignorado, ínfimo, de gentes anónimas y desechadas por el sistema, que viven, medran, son felices, sufren, trabajan, se pierden y se olvidan al ritmo del pulso natural de la vida. Humanidad, pura y desnuda.
   Es el lenguaje. No es la historia, no es el personaje, no es la estructura. Es el borbotón. 'Caracncho', que ha perdido hasta parte del pellejo en la patriada, supo, por iluminación, ("La Tusca" es obra de inspiración, a veces alucinada) que tenía el tiempo justo para decir algo. Y lo dijo, atropelladamente, en una catarata de recuerdos, de creencias, de trucos literarios acerca de los que nunca estudió y que ni sabía que los estaba poniendo en juego. 
   Así encontramos a los árboles (el quebracho, la tusca) hablándole al hombre, contando historias, represntando una Historia, la de Villa Ángela, la del Chaco, la de Argentina. La historia de sangre y fuego, la historia de barro y ranas, la historia del pito de la fábrica de tanino y su llamado quejoso a la vigilia constante, al ojo avisor y atento.
   El libro tiene un prólogo firmado por Perla Altschuler y en la contratapa lo reseña Lucio Alvarado. Juan Manuel 'Carancho' Ramirez nos ilustra y nos retrata en "La Tusca -Memoria Patria Utopía-". Así, cuando uno de los personajes describe el sepelio con que los judios (Villa Ángela tuvo / tiene una rica historia de población judía) despiden a sus muertos, dice: "-Ellos, como esos patos viejos, gargantean nomás, callados, no hacen los quilombos que hacemos nosotros."
   Por sobre todo ello, lo mejor es el lenguaje. En "La Tusca" los villangelenses hablamos con el lenguaje olímpico de la poesía: "Que viva su vida. Será peronista si es agradecido. Vos... vos, tratá que estudie. Prestale mi radio, dale el 'Petromax'... que algún día te traiga el fruto del libro, pagando mis callos con sus pergaminos...(...) No te asustes, vieja,,, que, cuando descubran que el mundo es pequeño, tendrán que esquivar los rayos y truenos de cimbras mortales en cielos mezquinos. (...)Y seguirán cantando con las alas rotas o el cuerpo cautivo... porque el canto... vieja, dura más que el vuelo."
   Así es. Por ahí anda el hijo del 'Carancho', de borbotón en borbotón, medio caído de alas, pero igual que la tusca dando testimonio de 'no me morí'. Porque el canto, lo recordó a tiempo, dura más que el vuelo.
                                          Imagen tomada de http://arbolesdelchaco.blogspot.com.ar/2012/06/tusca.html

                                                                                                    -*-

   

domingo, 31 de agosto de 2014

 De batallas y reinicios  

  La vida siempre nos da vuelta del revés, nos deja a la intemperie, nos pone panza arriba, inermes, entregados, desnudos, a veces en carne viva, otras tan humillados y frágiles que es como volver a ser aquel feto expulsado a la luz y al aire de una antiquísima madrugada cuando tragar el primer chorro de oxígeno y despegar los párpados sin estrenar determinaron el inicio de todos los inicios.  
   A los veinte años fue duro empezar la vida propia, sin la segura casa, la mesa patriarcal y su comida, el abrigo y la noche acunada por el cuidado de una familia grande dormida a nuestro alrededor y el perro, guardián y tierno, vigilando en la puerta. Tiempos eran en que las niñas todavía esperaban casarse para salir de casa y llegar al buen puerto del hogar en el que serían amas y señoras, dueñas de su cocina y su fregadero, organizadoras de la vida de un marido que vivía más afuera que dentro, eternas penélopes que habían aprendido a jugar y tejer, y a abrir la puerta, claro.
   Pero el modelo estaba haciendo crisis. Y algunas de las mujeres que hace treinta años tenían veinte no encontraron el camino y como la caperucita de los cuentos se perdieron en el bosque por no tener en cuenta las recomendaciones de su mamá, se dejaron tentar por las flores del prado secreto y hallaron otros senderos, otras historias.
   Algunas de esas historias estaban cargadas de incertidumbre. Y de resistencia. Y de rechazo. Eran historias en las que la muerte del pasado exigía un costo humano que treinta y tantos años después es difícil evaluar: que ganó y que perdió esa generación de mujeres cuyas vidas dibujaron otros andariveles, otras vías, otros senderos, otros prados de sueños y proyectos y otros eriales de fracaso y frustración diferentes del panorama preestablecido de sus madres y sus abuelas, es algo que por ahí anda la sociología intentando medir. 
   Mujeres libres pero solas, mujeres autoabastecidas pero antisociales, mujeres productivas (en lo económico, en lo cultural) pero ninguneadas, mujeres sin juventud de las que se espera una vejez corriente (con abuelazgo incluido), mujeres incansables pero intolerantes, mujeres que no parecían mujeres. Y no las equiparamos a travestis, ni lesbianas, ni transexuales. Mujeres que no se podían, ni aun se pueden, encansillar. 
   Cuando en la calle las muchachas hablan a gritos, se rien a carcajadas, piropean a los muchachos, mal contestan a los viejos, se visten con tiritas, compran y venden el cuerpo que quieren, les pagan por ser madres solteras, las apañan cuando siendo malas madres y pésimas parejas arruinan la vida de algún incauto, la justicia les da la razón aunque estén desquiciadas o enfermas, cuando vemos esta generación de mujeres nos replanteamos sobre las batallas mal ganadas.
   No es así como hubiéramos querido ganar la pulseada contra el machismo, contra el sexismo, contra la desigualdad necia que nos preparaba una casa cerrada, un patiecito con malvones y el lorito para tener con quien hablar. Si se nos hubiera mostrado este presente de chicas inconcientes y ombliguistas, tal vez habríamos sido más obedientes.
   Aunque es bueno aclarar que no vivimos la vida que vivimos para cambiar nada: nos enfrentamos a los nacimientos de cada nueva etapa con la garra que un mundo exigente, bravío y rebelde adiestró en nosotras sin que siquiera lo supiéramos: como las amazonas de que habla la noticia, nos dejaron de la mano de dios solo porque habíamos contravenido un mandato social. Ese día abrimos ojos nuevos a un mundo bravamente inhóspito y respiramos un áspero y ardiente aire de exigencia y crueldad para el que no estábamos preparadas. 
  Nos hicimos libres, autosuficientes, secas y solitarias. Un tipo de mujer que sabe rehacerse en las más duras circunstancias, queremos creer, al menos. Batallas ganadas sin querer en pos de un mundo que es como es, pero al que no le vendría mal ser un poco mejor.  

                                                                                  -*-

sábado, 9 de agosto de 2014

Los elefantes solo sonríen en los vídeos

   Dícese que en los años 60 (mítica década, solo comparable a los días de "había una vez"), el hombre llegó a la luna. En realidad solo dos hombres llegaron concretamente y se hizo universalmente famoso uno de ellos, por la sola razón de haber sido el primero en apoyar su pie sobre aquella polvorosa y, por lo que se sabe, estéril superficie. 
   Eran aquellos tiempos mucho menos desconfiados que los de ahora. Los humanos creíamos casi todo lo que la radio nos contaba y los que vieron el portentoso hecho por televisión solo confirmaban lo que ninguno de nosotros, que aún no conocíamos la capacidad de ficcionalización apocalíptica de Orson Wells, se habría atrevido a negar.
   Tiempos magníficos en que cuando el radioteatro representaba maldades varias contra la Princesa de Lorena y el León de Francia se jugaba la vida por protegerla, gauchos cosecheros desnudaban facones, frente al improvisado escenario del patio de la escuelita de campo donde se representaba el drama, en solidaria y corajuda ayuda al héroe.
   Tiempos en que no existían los efectos especiales y, si existían, no eran de dominio popular sus pelandrunas utilerías. Por eso en aquellos días todos habríamos aceptado que la sirena de las virales imágenes, medio viscosa ella pero sirena al fin, debía haber salido de los verdes y ondulantes fondos marinos y no del taller de una productora de cine, por ejemplo.
   Pero llegaron las dudas, los desmentidos, las historias versionadas y reversionadas en las que nadie sabe ya ni siquiera quién es su padre; como le sucede a la señora presidenta de este loco país, que debe andar por estos días espiando su abolengo y su estirpe en los retorcidos secretos de su adn, porque no faltó quién le desnudara lo que acaso ni ella misma sabía. 
   Del mismo modo en que se desmiente y se reelabora la realidad de ayer en la realidad de hoy, así como el paseo lunar de Amstrong es para algunos una hazaña fraguada y el padre de la presidente un avatar burgués, para muchos la epidemia del ébola es una creación de las farmacéuticas para comerciar algún fluido de su invención y el encuentro de Estela Carloto con un ignoto músico de pelo enrulado y canoso es una fantochada que ayudaría a no pensar en el default.
   Mágico mundo de las pantallas en las que se superponen, se entrecruzan, se hibridizan, ficción y no ficción, el mundo de la comunicación global es decadente, insatisfactorio y vacío. Es este un universo de espectáculo infinito donde la realidad se trastrueca y en el que se difuminan las fronteras de lo que es, lo que sería, lo que podría ser, lo que debería ser y lo que deseamos que fuera.
   Así parecería que el espectador occidental se regodeara en las inenarrables tragedias que está viviendo el planeta, en el continuo desangrarse de esta especie, que ya no necesitará un diluvio para reiniciarse, desde que ahoga todos sus odios y sus temores en la sangre de sus niños, en el dolor de los desposeídos, en la miseria de los sojuzgados. En tanto a este espectador universal solo le importa su pulsión de voyeur. Y con ella acredita su razón de existencia.
   Este espectador no quiere saber si es verdadero lo que le cuentan, sabe de antemano de la falsabilidad posible de cualquier mensaje. Tampoco desea conocer algo que lo podría enriquecer o comprometer o conmover. Lo único que desea es ver, más que el relato quiere la imagen.
   Una pequeña historia, perdida entre los miles de historias de la red, lo confirma: un elefante cautivo durante cincuenta años sonríe por primera vez. Y el espectador, exigente, defraudado, no se pregunta si un elefante puede sonreír (de lo que no dudamos), no quiere saber cómo sonríen los elefantes, no duda de la sonrisa del elefante (¡ya ni siquiera duda!). Su desencanto señala la ausencia de fotos, o de vídeos, que justifiquen su incompleta existencia frente al espectáculo soso de la felicidad.

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sábado, 2 de agosto de 2014

Frases escritas con sangre

   Hemos leído, seguramente, que en este mundo de paradojas “todo cambia  para que nada cambie”. También es cierto que asistimos a un tiempo de saberes comprimidos en frases más o menos ambiguas, pretenciosamente sintetizadoras de supuestas ideas absolutas. Es, tal vez, una forma de discurso social y se pone de manifiesto en cualquier soporte, las podemos leer en las revistas de divulgación científica o filosófica como ejemplificación de la genialidad de creadores, investigadores o pensadores.
   Así hacemos un curso sobre el pensamiento de Ortega y Gasset o las nociones ejes de la teoría lingüística de Chomski en tres o cuatro frases, citadas fuera de cotexto y de contexto como si fueran rozagantes frutos que se vuelcan generosos de la cornucopia de la sabiduría.
   Frases críticas, contradictorias, sosas, cursis o vacías, también hallamos en las redes sociales, engalanadas por diseños gráficos mas o menos coloridos, más o menos lujosos, más o menos acordes al sentido supuesto u orientado.
   Las frases que circulan pierden identidad, se empobrecen de sentido, se cargan de frivolidad y terminan por formar parte del juego vacuo de la autoayuda. Pero, al igual que las siglas, son constituyentes de los discursos circulantes en nuestra cultura, se han  instalado como un hábito de síntesis, como un rasgo discursivo de la liquidez de nuestro tiempo.
   Las hay para todos los temas pero son especialmente populares las frases que refieren al “amor” (desagradablemente empalagosas, casi siempre), las que se orientan a las enseñanzas de vida y reforzamiento de la autoestima (simplificadoras, enraizadas en el resentimiento y el egocentrismo, la mayor de las veces), las que propenden a la exaltación de valores y/o principios morales, estéticos, éticos, políticos, sociales (en general desconectadas de toda reflexión organizada y coherente), nociones fragmentarias, casi siempre mal citadas, incluso mal redactadas.
   Todas las épocas han tenido saberes aglutinados en pocas palabras, fáciles de recordar y útiles para ser recuperadas en esas ocasiones que requieren de algún modelo de encuadre o justificación dentro del panorama de la vida cotidiana.
   La moraleja de las culturas del Asia menor, que los griegos tomaron para sí y que sintetizaban las ideas esenciales de esa cosmovisión magnífica, preñada de desigualdades y crueldad a favor del más fuerte, o el más poderoso. Ejemplo irrebatible “La fábula de la cigarra y la hormiga” que tan bien representa el modelo acumulador de los pueblos que se alimentaban del botín y del comercio.
   Los versos moralizantes le fueron muy provechosos al pensamiento del medioevo feudal para mantener un rígido esquema donde todo estaba regulado, controlado, por la esperanza más allá de la muerte y la resignación del acá esforzado e impiadoso. Don Juan Manuel lo desarrolló magistralmente en los pareados que su conde hacía escribir como cierre de los esclarecedores diálogos que mantenía con Patronio.
   El refrán popular, tan caro a Sancho y que enervaba a Don Quijote, cuyas mentalidades diferentes estaban signadas por la profunda huella que instala la cultura letrada frente a la cultura ágrafa, tal como lo desarrolla Walter Ong en su sistematización de los niveles de oralidad.
   Frases cortas que aspiran a decirlo todo. Tal vez no lo logran; pero se acercan mucho a un conato de síntesis, al menos se ajustan al título de situaciones para las que no encontramos explicaciones, cuestiones que quedan fuera de toda razón y reflexión, cuestiones que después de un siglo, o de cinco siglos, o de quince siglos, se plantean exactamente igual.
   Es ahí que rescatamos esa frase que alguien dijo refiriéndose a los cambios que instalan o intentan instalar las revoluciones y que sin embargo no logran torcer la tendencia de la realidad a repetirse y reconstruirse con sus principios permanentes. Así la escalofriante distinción y separación que las ideas religiosas y/o políticas fomentan entre los seres humanos vuelven sobre la humanidad su helada cola de serpiente y su verdoso, mortal veneno, siempre letal, aunque pasen los siglos.
   Tal como ayer, los judíos, los gitanos, los homosexuales, los aborígenes, los negros, todos los diferentes del estereotipo, han sufrido el insulto, la persecución y el asesinato, así hoy… sin análisis, sin piedad, sin una pizca de bondad, de humanismo.
   Leemos en las redes sociales las mismas crueles palabras referidas al agobiador conflicto en Gaza y sus protagonistas, voluntarios o no, tal como leímos esas mismas palabras, esas ideas de discriminación y exterminio, en los libros de historia o en los testimonios de hechos sucedidos hace un siglo.
   Insultos descarados, impunes de toda equidad, degradantes de la condición del hombre como sujeto de derecho, logro costoso para lo humanidad como ningún otro lo ha sido; insultos reaccionarios que retrotraen al hombre a su condición más primitiva, nos ponen de frente al humano terrorista, al humano inhumano, a la deshumanización que, de por sí, tanta sangre/vida inocente le ha costado a esta tierra.
   Ante la guerra, el llanto de las víctimas, la crueldad infinita del humano, los intereses incomprensibles escudados en creencias religiosas o posicionamientos políticos, ya no somos capaces de tomar partido. Solo somos capaces de llorar con estas inútiles palabras por el hombre que demuestra cada vez cuán incapaz es de redimirse.
   Hijos de este tiempo de palabras vanas, nos quedamos con la frase: “todo cambia para que nada cambie”. Porque lo que en verdad no cambia, lo comprobamos entristecidos, es el hombre.




                                                             Foto de Josi V. G.
                                                                   
                                                                                    -*-

viernes, 1 de agosto de 2014

Recordamos al hombre de la imprenta   

   Recordamos un renault amarillo, sencillo, barato, eficiente. Una ruta de tierra y el monte ingrato del Chaco sobreexplotado, con su polvo irrenunciable y sus espinas. Un hombre, bajo, robusto, silencioso, calmo, manejando trecientos kilómetros concentrado y tranquilo. 
   En ese mismo renault amarillo nos llevó con su familia a sumarnos a la caravana celebratoria del mundial del 78, experiencia ingrata porque en la Avenida 9 de julio un grupo de indignados por los abusos de la Junta Militar casi da vuelta el autito con todos sus ocupantes dentro. 
   Recordamos el olor a tinta de su imprenta y el asombro del mecanismo deslumbrante de los moldes de plomo que organizaban la maravilla del texto impreso en un orden preciso, laborioso. 
  En esa misma imprenta ensayamos una mediocre colaboración ordenando boleteros, trabajo generosamente pagado, a veces inmerecidamente pagado. 
   Recordamos la vieja casa de estilo casi colonial, una columna de madera en el centro del salón comedor. Íbamos y veníamos alrededor de esa columna, sin mirarla, olvidándola a veces, pero sabíamos, aunque fuera intuitivamente que esa columna sostenía las vigas protectoras del techo.
   Recordamos así su condición de padre, con esa manera de los padres de entonces, pocas palabras, el estar condescendiente y protector, la firmeza, la constancia, un hacer de columna: el rol del que sostiene.
   Recordamos una lámina dibujada por Hermosilla Spak y la figurita del imprentero, redondeada, con una camisa amarilla de tela vasta, prolijamente ceñida a la cintura ya nada juvenil y el bigote cerrado, que empezaba a encanecer sobre la boca amable. ¿Donde habrá quedado aquella obra del César Hermosilla después de tantas mudanzas y cambios vividos por la familia del hombre de la imprenta?
   Recordamos, cuando le daba por la charla, relatos de leyenda; por él tuvimos noticias cercanas de Mario Nestoroff, con quién había trabajado en Villa Ángela haciendo algún tipo de publicación: una revista, un periódico, algo así. 
   Recordamos entonces que le gustaba mucho la poesía. Por él conocimos a Almafuerte, él nos prestó un libro del gran poeta romántico, libro que nunca devolvimos y que aun está en nuestra biblioteca. Libro inspirador con sus siete sonetos medicinales que ojalá alguien se los lea hoy, en estas horas bravas que la vida le pone por delante, don Eduardo López, padrazo, ciudadano decente, trabajador, generoso, hombre bueno, que no es poco decir.  Y del que aprendimos aquello:
                                                                 
                                    ¡Avanti!

Si te postran diez veces te levantas
Otras diez, otras cien, otras quinientas...
No han de ser tus caídas tan violentas
Ni tampoco, por ley, han de ser tantas.

Con el hambre genial con que las plantas
Asimilan el humus avarientas, 

Deglutiendo el rencor de las afrentas
Se formaron los santos y las santas.

Obsesión casi asnal, para ser fuerte,
Nada más necesita la criatura,
Y en cualquier infeliz se me figura
Que se rompen las garras de la suerte...

¡Todos los incurables tienen cura

Cinco segundos antes de la muerte!
                                      Almafuerte 

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domingo, 27 de julio de 2014

Mala noche y parir hembra

   La mirada polarizada es un eje conceptual constitutivo del paradigma de occidente. Ayer fue Grecia y los bárbaros, creyentes y gentiles, Roma y el mundo, cristianos y judíos, cristianos o herejes, blancos o negros, occidente u oriente, metrópoli o colonia. Un día se habló del norte y el sur, el este y el oeste, capitalismo o comunismo. La lista es inacabable. 
   Todas las polarizaciones imaginables tienen su lugar en ese modelo de nociones opuestas que acaso nació en la medialuna fértil con aquellos dioses de la luz y la sombra, la noche y el día, el bien y el mal: Mazda y Arimán. En realidad la historia de estos hermanos mitológicos es compleja, contradictoria y penosa, porque parte de la elección paterna que decide elegir a uno de ellos por sobre el otro para considerarlo primogénito y por ende meritorio de los derechos y prerrogativas por sobre todas las cosas. Desde el momento del nacimiento de Mazda, luego Ormuz, la existencia toda quedó partida en dos, como la relación de estos hermanos que se llevaron con su destino desde la luz hasta los olores: Ormuz será la luz y el aroma en tanto Arimán será la oscuridad y el hedor.
   Estos pueblos semitas son nuestros verdaderos padres, con sus luchas terribles y escandalosas que aún perduran, con su poder para las ideas y la resistencia, con su capacidad para mirar el cielo y descubrir ese orden inconmensurable y perenne que rige nuestro rodar infinito en el espacio. Los griegos fueron a buscarlos, los pelearon cara a cara y luego se sentaron a conversar entre ellos durante cinco siglos acerca de los saberes asombrosos que se guardaban en las severas bibliotecas del cercano oriente, entre arenas de desierto y montañas de oro conquistado.
   Y los griegos, pueblo venido de la luz, cambiaron su modelo pastoril y matriarcal por el modelo heroico, guerrero y machista de estos semitas perfumados y calientes que guardaban sus mujeres en cajas lujosas para el uso o el olvido, según sus caprichos. Ulises y Edipo lo ilustran de maravillas. Antígona luchando por hacerse oír y recuperar valores esenciales de pudor y ternura, es acaso el ejemplo más ilustrativo de los discursos que se habían subsumido con el nuevo paradigma y que habían dejado de tener sentido frente al severo modelo de autoridad varonil.
   Había llegado a ese pueblo de cabeza tan abierta y tan innovadora una noción extraña: la noción de dominación. Treinta siglos han rodado sobre las aguas del Egeo que vieron aquella mañana desangrarse una niña sobre la piedra ritual para que un ejército saliera a atrapar una mujer evadida. No importa la explicación geopolítica de aquella guerra repugnante donde muchos principios fueron pisoteados para que otros se impusieran. Es mucho más rico el mito con su sentido implícito, con su simbología: un mundo, una manera de vivir y pensar sucumbió con el incendio más monumental de la historia, ese que aún hecha sus flamas sobre occidente. 
   Desde entonces, la idea oriental de la mujer objeto disfrazada con términos como pudor, decencia, honor, obediencia, respeto, impregnó el mundo occidental y llegó a América con la conquista. La mujer como segundona, el segundo sexo, el segundo cuerpo, el cerebro de menor peso. Frued, Lacan y las leyes para justificar esa segundidad.
   ¿A quién le importa esa segundidad cuando una mujer ha sido capaz de no tenerla en cuenta, de desconocerla y vivir y crecer y envejecer como persona, al margen de su propia biología o con ella y todo? Importa sí, cuando no se logra hacer oídos sordos a las tantas mujeres que levantan sus genitales como un arma mortal de oscuridad y hedor y los exhiben impúdicas dueñas del viejo poder químico y salaz que podía, y puede, doblar cervices de reyes y de reinos. O de empresarios y capitales, hoy día.
   Mujeres que se dejan exhibir en programas televisivos, en pasarelas, en las avenidas desoladas de las locas ciudades, en las redes sociales, en cualquier esquina, ofreciendo en mercancía la mera madeja de su cuerpo como el bien absoluto. Entonces, treinta siglos de yugo se afianzan y baten carcajadas cadavéricas sobre esas nalgas expuestas cuando el conductor de televisión las termina de desnudar en público, cuando el otro conductor de televisión les dice "zorra" con toda impunidad y el insulto se replica en los medios como un eco interminable, cuando el más tosco de los hombres (dicen que sutil futbolista) hace encarcelar a una muchacha por oscuros motivos insondables (tal vez).
   Esto es solo una pizca invisible de lo que pasa en el mundo con las hembras de la especie, con sus congéneres que no aprendieron a jugar un rol digno en pro de sus derechos y los de sus hijas. Esto es occidente: un modelo de convivencia donde el principio del dominio sobre el otro no ha cambiado en treinta siglos y cuando algo se modifica es solo para invertir los roles. Este es el occidente que pretende dar cátedra en aquellos lugares donde las hogueras esplenden intentando destruir un universo para instalar el del vencedor. 
   Occidente olvida que la sangre de Ifigenia nutre soterrada e inocente su destino de siglos y que la carne de Helena aun impregna con su aroma las hogueras del mundo. Occidente debería rescatar el sentido de esa sangre que todavía pulsa en su raíz ideológica por salir a la vida y no debería volver a los pies de las altas murallas de Ilión. Ilión no necesita a Occidente y toda vez que Occidente intervino Ilión ardió. Que lo digan sino Palestina e Israel con sus niños llorando de terror entre las piedras en llamas. Y que Occidente pueda desmentir que no ha tenido gran responsabilidad en el artificioso esquema creado que hoy estalla en pedazos.

http://www.rpp.com.pe/

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sábado, 19 de julio de 2014

Porque a sufrir has venido

   Buenos días, tristeza; así recibía una jovencísima burguesita su propia llegada a la adultez en la reconocida novela de Françoise Sagan. Tiene hilo para cortar y tejer esto de la tristeza y el llanto. Los que escribimos generalmente lo hacemos con mayor soltura y mejor estro cuando se trata de temas amargos. No se escribe porque se sea feliz sino para buscar al menos el gajo transparente y neblinoso que remeda el velo delicado de la milagrosa, mágica, reina Mab.
   El dolor, la pena, el sentimiento trágico de la vida, la tristeza secular del indio conquistado y subyugado, el pathos ineludible del predestinado griego, el padecimiento del mártir, la exacerbación de la culpa que pide castigo de los místicos, y tantas otras formas de padecer que el hombre ensalza en su continuo derrotero hacia la playa melancólica y sola del sufrimiento.
  Y en ese sufrir se confunden razones y motivos. Desde los pueriles dolores de la adolescencia que desgarra sus velos juveniles en melopea de llanto por el primer amor igual que por un mechón de pelo mal rizado o una prenda de vestir que acentúa el ridículo del cuerpo desarmónico y tosco; hasta el dolor desgarrador del primer muerto amado que cava en cada vida el hoyo oscuro y hosco de la finitud inevitable. Dolores tan disimiles y tan vívidos, tan humanos.
   Pero la adolescencia es una escuela para la vida. Es entendible que se ejercite en ella la sensibilidad y sus meandros, los vericuetos alocados o complejos de la existencia. Otra reflexión merece la vida con sus azares y sus certezas, si es que alguna nos da, cuando ya ella nos ha galardonado con sus diplomas más exigentes y sus medallas más broncíneas.
   Ganadores, perdedores, luchadores del phatos personal de cada uno, aprendimos que el amor tiene mil caras, que la risa puede ser una máscara cruel y tensa, que las lágrimas son muchas veces solo agua con algunas sales, que es posible medir el alcance de cada dificultad y cada derrota y que nos hemos vuelto dueños y señores de nuestras tristezas. Y descubrimos cuanto más valioso es recapitular sobre los detritos de las pérdidas y aprovechar como insumo los fracasos.
   Para algunas personas, para ciertos pueblos, la vida es una sumatoria de caídas. Habría que ver de dónde se alimenta su retahila de dificultades, su rosario de angustias, su encadenamiento de derrotas. Aunque, como creían los griegos, tal vez todo está escrito y el hombre solo lo lee a medida que vive, hace presente y existencia lo que la moira ya estableció para él. Por eso debe ser que el inundado vuelve a su tapera desolada, carcomida, arrasada por las barrosas corrientes, cuando viene la bajante. Y vuelve a criar sus gallinas, y sus perros, y sus niños, en un reinicio inescrutable de ciclo, porque la vida sigue, porque para sufrir estamos en este mundo. 
   Entonces debe tener sentido que todo un pueblo llore por una copa, que ni siquiera es copa sino apenas un ícono burdo de los sueños y pasiones de la vaciedad, mientras en el norte miles de niños, miles de hombres y mujeres con sus perros, sus caballitos y sus cabritas mustias, rescatan lo mínimo de sus mínimas existencias en pobres canoítas, por sobre el lomo marrón y enloquecido de los padres ríos que alguna venganza terrible se están cobrando.
   Y van casi solos, con las hilachas de su destino mojado y frío; porque mientras tanto sus hermanos, o al menos sus conciudadanos, andan llorando por las plazas la pena caliente y luminosa que se transmite por las pantallas del mundo.


                                                                                                        Las imágenes son de: www.TerritotioDigital.com y de: Getty Images                                                           


jueves, 26 de junio de 2014

A ella la llamaron La Hermosa

   Una lejana isla, descubierta por los portugueses para el mundo occidental, recibió el nombre de Ilha Formosa, allá por el siglo XVI. La desafortunada isla padeció lo que las bellas padecen: el deseo de conquista de todos los que la avistaron contribuyó a ser sojuzgada sucesivamente por españoles, holandeses, japoneses y chinos. Su nombre de origen seguramente figura en alguna capa de los superpuestos relatos de dominación, guerras, politiquerías, burocracias y militarizaciones que padeció. Hoy se llama Taiwán, para nosotros y aparentemente está bajo la férula de China. Su larga historia tal vez en nada se parecerá a la de otra Formosa que tenemos por aquí en las cercanías.
   En aquellos años del siglo citado subían río Paraguay arriba algunos navegantes, exploradores, conquistadores, españoles y en su codiciosa mirada hambrienta de riquezas, preñada de ansias de posesión, se recortó, distinta, verde, lujuriosa, una curva del río con su punta de tierra implosionada de verde. Estos hombres eran aventureros, impulsivos y acaso valientes, pero no tenían demasiada originalidad, así que llamaron Formosa a la punta de tierra que los tentaba con sus promesas de calladas y jugosas mujeres desnudas, con los frutos pegajosos de almíbar, aroma y tersura mojada, palpitante incitación al goce y la conquista.Y la conquistaron.
   Formosa sigue llamándose con aquel nombre repetido y copiado de otras aventuras y otros paisajes. Es hoy una provincia argentina y hace honor a su nombre. Pero es, también, el feudo de unos pocos políticos que han sido denunciados continuamente desde hace veinte años por sus interminables violaciones a los derechos humanos, por su insaciable pulsión de riquezas, por su descarada crueldad, por su inaudita impunidad, por su impúdica exhibición de poder.
   Como toda América, Formosa ha padecido la conquista a sangre, fuego y despojo. Derramamiento de sangre que no termina, fuego que nunca deja de destruir, despojo que sigue macerando miseria y degradación. Formosa es mundo aparte en este país de provincias feudales, es una zona liberada para la injusticia y la persecución de sus originarios, es camino de contrabando y narcotráfico, es una herida agusanada que nadie desea desinfestar ni desinfectar porque los intereses de los pocos sostienen las ventajas de unos cuantos y porque el modelo áfrica está enquistado en América Latina. 
   Las voces de estos indios corajudos y oscuros no se escuchan demasiado lejos. Ellos gruñen, selváticos, resistentes, explotados como el primer día de la conquista (cinco siglos igual cantan los juglares de acá) y a veces aúllan a la luna, pálida madre sufriente que solo puede suavizar el brillo repulsivo de las necrosis de la injusticia. Asesinatos y expedientes se acumulan en el monte y en los juzgados de Formosa. Reclamos y protestas son acallados y reprimidos con violencia, pero aún más con el infinito, brumoso silencio, que rodea estas duras historias así como el mar rodea a Taiwán, en las antípodas, aquella ilha formosa que le diera a esta selva el nombre de su fatalidad.  

                                        Imagen tomada de http://pocnolec.blogspot.com.ar/ 

http://pocnolec.blogspot.com.ar/2014/06/felix-diaz-y-la-comunidad-qom-de.html
http://pocnolec.blogspot.com.ar/2014/06/atentado-contra-agustin-santillan.html
http://pocnolec.blogspot.com.ar/2014/06/reclamos-represion-y-cortes-de-ruta-en.html
http://pocnolec.blogspot.com.ar/2014/06/repudio-del-serpaj.html


domingo, 1 de junio de 2014

El viento quisiera ser

   Y un día nos volvimos a enamorar. Como siempre sucede el amor llegó sin avisar, cuando menos se lo esperaba, como una flecha invisible y extraviada que sin buscar donde caer, cayó en ese lampo estéril de nuestro corazón vacío, de esta vida azorada y quieta, de este larga madrugada opaca, seca de sueños.
   Tantos amores idos, tantas caras bellas o no, jóvenes o no, reales o ficticias. Medio siglo es un largo tiempo: para quien busca o no busca. Porque aun cuando se ha tomado distancia de las crueles pasiones y su ácida quemadura, aun cuando se ha desechado el ideal de la ternura cálida de la compaña cortesana y gentil, aun cuando se haya aceptado el trueque de la sana amistad sin riesgos, aun cuando la soledad se ha convertido en nuestra hermana más comprensiva y paciente, aun con todo ello, como decía Silvina Ocampo, "siempre volvemos a enamorarnos de los seres hermosos".
   Buscábamos por esos días noticias de Federico. Sus últimas terribles horas, su último poema, su último amorío. Y así encontramos musicalizados "Los sonetos del amor oscuro". Los cantaba una voz como un manantial. Esa voz venía desde una raíz fragante, tersa y luminosa y florecía en el aire, raiz y flor al mismo tiempo. Volvía a vivir Federico, en esa voz. 
   Así que como un animal sediento que entre las zarzas huele las flores frescas que crecen más allá del espinoso muro, más allá de las piedras grises, más allá del sombrío borde de la noche y de la muerte, en el agua trasparente y musical que fluye, eternamente serena, a pesar de la cercanía con lo áspero y lo cruel y lo innominado, como un animalito solitario perseguimos la estela sedosa de esa voz y llegamos a la orilla florecida, al manantial absoluto.
   Y muchos días vivimos en esa suave pendiente donde sobre doradas o azules piedras pasaba, diciendo lo nunca oído, aquella agua luminosa. Tal vez los que imaginaron el paraíso atisbaron una voz así y un inagotable y delicado encaje de palabras enredadas, engarzadas, entretejidas entre las notas de una guitarra o bajo la filigrana de la música de un piano, de un violín. 
   Así como los marineros atrapados por la magia de sus gargantas se dejaban arrastrar por las sirenas a ocultas, inaccesible y mortales playas, así nos dejamos llevar a ese universo en el que siempre había un pétalo blanco flotando sobre un centrífugo expandir de ondas mojadas y murmurantes. Un universo dentro del cual la poesía se impregnaba de dimensiones líricas inesperadas, donde el dolor y la ansiedad de la vida no eran tan terribles como era de amable la nostalgia por la belleza indecible, vívida, esplendorosa de esas canciones.
   Con él conocimos a otras gentes, algún su amigo, alguna de sus damas. Tuvimos que aceptar que habíamos llegado a ese territorio demasiado tarde para reclamar exclusividad. Teníamos sin embargo para compartir la poesía sangrienta y florecida de Federico y aceptamos el almibarado romanticismo localista de Rosalía, su gran amor. Es decir, lo aceptamos también con algún detalle menor que no nos hacía tan felices. Su origen galaico era parte de su encanto, le daba ese tinte delicado de juglar, la tonalidad ambarina en la voz, la quietud pícara de los ojos, la gracia de las manos.
   A veces volvemos a él por las sendas secretas de las redes sociales y lo espiamos un poquito, para saber dónde anda, que canciones nuevas ha soltado a los vientos. Y recuperamos aquel deslumbramiento. El mismo que nos desgarrara el corazón cuando nos cantara una fría madrugada con su voz de filomena y amapolas: 
                         Tengo en el pecho una jaula, 
                     en la jaula dentro un pájaro, 
                     el pájaro lleva dentro del pecho 
                     un niño cantando 
                     en una jaula 
                     lo que yo canto. 

   Y nos enamoramos un ratito otra vez, el tiempo suficiente para decirle cuán magnífico es su canto, su canto maravilloso señor Amancio Prada, usted que lleva en el pecho una jaula con nuestro mínimo y silencioso corazón. Eso que Usted cree que es un pájaro.