” La esperanza, es la carga mas pesada que un hombre puede cargar. Esa es la desgracia del idealista”
Firmado por: El Condicionado. Raimundo Arruda Sobrinho

sábado, 26 de abril de 2014

Adelina y la casa de la calle Pasteur   

   Esa calle debe ser Pasteur. Al 150. Más o menos. La cuadra empezaba con Guidini, el encuadernador. También supo estar allí la imprenta de Ojeda, el padre de Pocitos, galancito de nuestro séptimo grado. Eran todas casas de principio de siglo XX, de cuando Villa Ángela comenzaba a convertirse en ciudad. Casas estilo Belle Epóque, altas, con puertas y ventanas con ventiluz sobre el dintel y de doble hoja. Era una cuadra con mucho estilo. En una de esas casas vivía la abuela de Adelina Diez. 
   Adelina era la chica más hermosa de la 389. En nuestros recuerdos hay una estampa imborrable con la imagen de Adelina vestida con vestido de puntillas y una mantilla a la española sobre un alto peinetón. Debe haber sido para el veinticinco de mayo, cuando se caracteriza a las niñas lindas de dama antigua; y a las feitas de negrita vendedora de pasteles, con la cara tiznada de corcho quemado y un pañuelo de lunares en la cabeza.
   El acto estaría por empezar y en el salón del museo escolar se disfrazaba a los niños que tomaban parte. Eramos del turno tarde, así que no participábamos demasiado. Los chicos de la mañana eran el epítome de perfección en un barrio de clase media baja y de segmentos populares pobres y muy pobres. Así que nosotros espiábamos todo aquello que nunca nos tocaría en suerte. Por eso nos asomamos a la puerta entreabierta del museo y ¡oh maravilla! Todos los espiones suspiramos deslumbrados ante la belleza de Adelina envuelta en un puñado de blancura impoluta: ¡Qué linda!
   Adelina tenía además una abuela que vivía en una de las cuadras más interesantes de la villa. Esas casas eran la memoria en ladrillos de la ciudad. A esa altura, sobre los escombros de las preciosas casas del pasado, están construyendo un enorme edificio de cemento y zing. Tiene una rara forma que podría compararse con un barco, una especie de proa, combada y puntiaguda, toda de chapa. Su color acerado agrede la vista y seguramente la resolana del verano, con tanta chapa refractando la luz y el calor, desde ahora en más va a ser intolerable a su alrededor.
   Cuando descubrimos este monstruo engendrado por el progreso, evaluamos los posibles beneficios de su fealdad, la evidente ausencia de sustentabilidad y conciencia ecológica del arquitecto diseñador, la inútil destrucción de casas hermosas que aún estaban en buen estado y servían para albergar personas y la posibilidad de poner un edificio tan feo un poco más lejos del centro. Como no hay manera de rescatar las casas demolidas y de aventar el desagradable cascarón de zing, nos alejamos de allí a buen paso.
   Y recordamos aquella tarde en que compartimos con la linda Adelina y nuestra querida Tere una siesta de cine. Vimos "Quiero abrazarme a tus pies", de Sandro. El cine quedaba ahí a la vuelta. Y en aquellos años también había un cine en 25 de mayo e Irigoyen . Todavía está el edificio, con relieves hechos en cemento por las manos de aquellos albañiles que ya los hubiera querido tener de ayudantes el mismísimo Miguel Ángel. Y todavía dice CINE CERVANTES, en el frontispicio. Han estropeado sus puertas y sus ventanas con vidrieras que exhiben, como en todas partes el envilecido esplendor del consumo. Sin embargo la gallardía y la distinción del edificio se impone sobre la irrespetuosidad de los retoques.
   Esta vez nos vamos caminando despacito, pensando que Villa Ángela se está convirtiendo en una señora anciana que no se resigna a envejecer y que, por lo mismo, renuncia a la digna belleza de sus arrugas por el tramposo consuelo de los retoques del cirujano. 
   Mientras sus habitantes le desgarran el poético corazón de paloma silvestre con el estrépito de las motocicletas, le azotan la tibia piel de yegua mansa con el seco látigo de los carreritos cartoneros, le adornan las noches ensordecidas con relumbrones de lentejuelas, mientras se distrae, Villa Ángela cambia, se despelecha como una oruga que fuera fresca y libre para convertirse en la mariposa tecnicolor de su delirio.
   Por suerte, aunque la dulce Adelina ya tomará en otras calles la curva de la vejez, en la villa las niñas lindas siguen despabilándonos el alma con la rosa impoluta de su hermosura.

                                                                                      Imagen tomada de la web.

domingo, 13 de abril de 2014

Los gatos de Memphis No

   Ciudad de las estatuas, hora cero de un sábado de abril, voz impostada de locutora nocturna en una radio "f.m.", programa new age, entrevistas edulcoradas, relatos privados, intimidad al estilo siglo XXI, es decir, mediática. Los entrevistados son jóvenes de este siglo a los que se les propone hablar del amor. Pudorosos y expuestos ellos escabullen la encrucijada sin desnudarse del todo. Pero siempre algo se filtra.
   La muchachita señala como a su gran amor al padre muerto. La ausencia, la orfandad, sobrevuelan la vocecita clara y delicada como la aureola de un ángel. Difícil para la locutora escarbar en esa herida de rosada y siempre fresca carne de pena que cubre la perenne presencia de un padre muerto, de un padre eternizado por lo inescrutable.
   Entonces la pregunta se orienta a los desparpajos políticamente incorrectos de Memphis No. Personaje popular del face book, atrincherado en una adolescencia feroz de cara a los ataques de la inevitable adultez, su voz de niño empalagado explica, en principio un poco cohibido y luego explícito y franco, que su gran amor son los gatos. No los gatos de la noche, esos que andan sobre tacos chispeantes de lentejuela y se adornan con sonrisas maquilladas de oferta. No los gatos de los que hablaba Quevedo, cuidadores de dinero. No los gatos de levantar cargas ni los gatos que brillan en las rutas para visibilizar ciclistas o motoqueros. Memphis ama los gatos  //gato doméstico (Felis silvestris catus)//.
   La locutora pierde el engolamiento de la voz por la sorpresa. ¿Será Menphis un fetichista, un nuevo sexo, un exótico sexópata? Si así fuera, ¡qué sabroso reportaje se viene! El muchachito cuenta entonces que creció con una madre "muuuyyy trabajadora" y que no tuvo padre. Dice que el amor a los gatos lo acompañó, dice específicamente "ahí estaban los gatos". Y relata episodios de esa infancia acompañada de gatos, con anécdotas de gatos, con nombres de gatos, con amor de gatos.
   Cuando los jóvenes se despiden, alegres y un poco tensos por la noche de estrellato radial, nos quedamos pensando que ha sido esta una historia de huérfanos. Una historia cosmopolita y corriente en la que la soledad y sus uñas de lana húmeda han marcado improntas en los destinos de los que serán los hombres y mujeres del siglo XXI. Niños y niñas criados por mujeres solas, ocupadas, apresuradas, esforzadas y austeras. Austeras a la hora del almuerzo, austeras en el vestir y en el disfrute, austeras en la pasión sensual, austeras en la tristezas, austeras en el amor y la caricia. Niños que en las noches frías, mientras la madre tomaba el ómnibus para ir a trabajar o a rendir un examen, se abrazaban a lo único cálido que tenían consigo: cuerpos tiernos de gatos.
   Tan lejos pareciera haber llegado la especie y sin embargo siguen sus cachorros abrazados a la cálida piel de la bestia venida de la selva o de las piedras o de la nieve del atemorizante exterior para abrigarlos en lo profundo de la cueva, como en el neolítico lo hiciera el lobezno perdido, rescatado por el cazador.
   La orgullosa especie del homo volviendo al círculo inicial de la vida, al contacto estrecho y amoroso con la sangre de los inocentes que fueran arrancados de la naturaleza y su primitiva justicia y traidos aquí, entre los cachorros humanos para arroparlos y salvarlos, para dar la cuota de ternura que las madres humanas no tuvieron disponible, que los padres humanos no supieron que hace falta.
   El amor a los animales está considerado un signo de evolución moral. Nuestro tiempo vive un auge del rescate de mascotas abandonadas y perdidas, una era de ideología verde, una moda de salvataje, al menos en los discursos, de especies animales y vegetales. Sin embargo, sería bueno revisar si esta actitud hacia los seres vivos que nos acompañan en nuestro paso por este mundo no es más que el deseo de progresar hacia la bondad, una búsqueda profunda de consuelo, compañía y abrigo ante el hondo desamparo de nuestra especie.
   Si así fuera, no es nuestro tiempo el que ha descubierto en el gato o el perro lo que no pudo encontrar en los hombres. Cuenta Diógenes Laercio que Diógenes de Sinope decía amar más a su perro cuanto más conocía a los hombres, dicho que parecería haber sido comprobado en carne propia por Lord Byron, ya que lo citaba a menudo. Hemos visto a los perros sonreir  y a los gatos arquear el lomo en afectuosa entrega ante la llegada del amo. Es evidente que son capaces de ofrecer amor. El primitivo y elemental amor del estrecho contacto, caliente y seguro como la vida. Memphis No lo puede asegurar.

                                                            OgyOnix, la gata de Memphis No


viernes, 4 de abril de 2014

¿Te acordás, Gabriel García?

   En ese edificio ahora está el museo. Pero hace cuarenta años atrás allí estaba el correo. Y en la vereda, donde antes había un quiosco de chapa, de aquellos plegables, hoy hay una locomotora antigua, también de hierro. En aquel quiosco pobre, con revistas ajadas de segunda, tercera, incontables manos, tuvimos nuestra primera cita. No, nuestro primer encuentro, con amor a primera vista. 
   Teníamos unas pocas  monedas. A esa edad, al borde de la infancia que demoraba en irse, otra muchachita habría comprado chicles bazooca o una revista de fotonovelas con Franco Gasparri. Pero en nuestro caso buscábamos libros. Y encontramos uno que era el único que podíamos pagar. Estaba muy barato porque había atravesado alguna lluvia y sus hojas estaban onduladas, deslucidas.    Las tapas eran rosadas, de un rosa que se había vuelto pálido por la mojadura y el título era largo, muy largo, y para colmo, doble. Lo llevamos acuaciados por el deseo siempre insatisfecho de leer. Ya conseguiríamos las de Franco Gasparri. Todas las chicas las leían y circulaban entre nosotras como hoy esa amiga de hojitas a la que en clave llaman maría.
   En la otra esquina, donde ahora está el Club de Pesca y entonces había una vivienda colectiva de estudiantes, vivían unas rubias despampanantes que eran de Coronel Du Graty. En el alto veredón de ladrillos suspendimos el pedal de la bicicleta y le echamos la primera ojeada: era una edición de Sudamericana, tenía un prólogo de Luis Hars y traía dos novelas cortas. Luis Hars hablaba de un escritor colombiano y, la verdad sea dicha, aunque leímos varias veces ese prólogo no sabríamos decir ahora si gracias a él comenzábamos a conocer a aquel morocho risueño y bigotudo, o si solo recordamos la aluvial sensación de deslumbramiento, el aleteo chisporroteado que anunciaba el nacimiento de un gran amor.
   Y el amor fue total. Nos enamoramos de esos personajes siempre vacilantes en la cuerda floja que pulsa sobre los ciegos precipicios de la tragedia, de ese mundo de sombras y miseria, donde la soledad late como un forúnculo caliente a punto siempre de estallar en desahogo de desgracia, de asco y de dolor, ese mundo de lujos apolillados, ese mundo decadente, machista, fantástico y exótico donde una muchacha podía llamarse Eréndira y ofrecer las hilachas de su cuerpo en oferta al último hombrecito de la tierra solo por amor y donde una vieja esposa, enferma y piojosa, aceptaba agonizar de hambre pero no dejaba de acompañar a su hombre hasta el extremo de la desolación.
   Un día llegamos a la universidad y compartimos nuestras lecturas con un novio eventual. El nos acercó "El Castillo" de Franz Kafka. Y se llevó a cambio el librito de tapas color rosa. Aquel romance de estudiantes terminó más temprano que tarde y los pobres libros se quedaron con las vidas cruzadas. Todavía en nuestros anaqueles está el libro de Kafka. No sabemos qué fue de aquel otro, ojalá lo hayan tratado bien.
   Añoramos largamente aquel pequeño libro donde leímos por primera vez La increíble y triste historia de la cándida  Eréndira y de su abuela desalmada, que era acaso la fábula de la hedionda, pegajosa explotación de América Latina, pero que nosotros leíamos como un cuento de hadas, hadas bizarras y caídas, pero hadas al fin. Accedimos también al, ya entonces, unánimemente aplaudido El coronel no tiene quien le escriba, relato de ignominia y resistencia que nos llevó mucho tiempo entender.
  Alguna tarde, ya en Resistencia, con penas de amor por el novio y el libro escamoteado, encontramos Cien años de soledad. Se nos desgarraba el pecho de felicidad con esas frases engoladas y al mismo tiempo transparentes que ojalá hubiéramos podido escribir nosotros. El amor era cada día más grande.
   Veinte años después, en un quiosco de un pueblo perdido en el viento norte y el polvo del Chaco adentro encontramos El amor en los tiempos del cólera. Y aquella siesta horrible, acezante de calor, mientras esperamos tres horas el colectivo destartalado que nos devolvía al hogar, después de un día de inútil y esforzado trabajo docente, renovamos los votos con el galán colombiano.
   Y no hace tanto leímos, otra vez asombrados, Del amor y otros demonios. No citamos los demás. Él hizo que América Latina fuera apreciada y respetada. Él nos dio un regalo invaluable: creó nuestras señas de identidad, enjuagó nuestra ignominia con el agua bautismal de su lenguaje lleno de poesía. 
   Ahora viene la dama con sus huesos batientes, fosforescentes. Anda extendiendo dedos dubitativos y temblorosos y aparta hojas de bananeros y de palmas, frescas hojas salpicadas de rocío. Y de lágrimas nuestras. Estamos llorando por Gabriel, el llamado García, de los Márquez. Aquel que conocimos una siesta, en la esquina del correo viejo, donde ahora está el museo, cuando teníamos catorce y no sabíamos nada de eso que llaman literatura. Y fue amor a primera vista... para siempre.

                                   Las imágenes han sido tomadas de https://www.villaangela-chaco.com   (a quienes agradecemos)