” La esperanza, es la carga mas pesada que un hombre puede cargar. Esa es la desgracia del idealista”
Firmado por: El Condicionado. Raimundo Arruda Sobrinho

viernes, 24 de mayo de 2013

Bajo este sol... la Villa!

   Brilla el sol de mayo, señora de los largos y amados bulevares. Y allí estás, extendida bajo esta luz inmensa, como una gata tierna, encelada y  segura de su mansa belleza, apoyada tu frente sobre el arco veloz de la ruta 95 y tu lomo siempre dando la espalda al barrio donde ayer tus obreros de tanino y sudor construían tu riñón ferroviario, maderero, esforzado... hace ya tanto tiempo. Y extendida, borraste las huellas del pasado, tu viejo Pueblo Viejo, tu barrio El Porvenir, los baldíos tranquilos de aquella Villa Dora, la sombra escurridiza de aquella periferia de cabecitas negras: Escalada, el "detrás de la Itaco", y los que no llegamos a ver, porque se fueron antes.
   Tal vez, como a las madres que se han quedado solas, a pesar de las luces del centro y tus comparsas, alguna vez añorás los hijos que perdiste, los que hacen esos barrios de chaqueños en las locas y terribles ciudades del sur. Acaso es para ellos que desnudás tus piernas y tu fresca barriga de algodón aborigen en las noches ruideras y te cargás de piedritas brillantes, de tontas lentejuelas, de plumas extranjeras, y salís por las calles a retorcerte entera, afligida y pequeña. Acaso vas por eso, para ver si regresan, desde todos los puntos oscuros de tus calles, a redoblar afónica, ante las puertas mudas de tu vieja estación.
   Pero hoy, con este sol que vuelve a ser el sol aquel que cargamos al lomo saturado de infancia, te sabemos hermosa, reciclada, si quieren, con marcas de la historia, con muertos que pelearon su guerra en desconcierto, con poetas que dicen tus bellezas mestizas de gringo transpirado y morena muchacha cosechera aborigen o criolla golondrina, con los nietos que te ponen unas cintas celestes justo este día antes del día de la patria, por que vos... sos primero.
   Villa Ángela, dama de largos bulevares, ciudad de mis amores: que los cumplas feliz!!!



jueves, 9 de mayo de 2013


  Walter y Aracelia

   Cuentan en el pueblo que cuando vinieron ella era muy bonita pero ya todos sabían que le llevaba once años. En aquella época, once años era como decir podría ser la madre. Ahora, cuando uno los ve juntos, ella parece una niña avejentada y ñoña, pero todavía se percibe, bajo los manotazos del tiempo que nos amasa con crueldad, lo que fue una bella boca, un rostro delicado de actriz de cine y una naricina recta y agraciada como dibujada por un pintor enamorado. Es verdad, con una notable tendencia a la figura de tonel y un pasito cortito de gorriona, esta vieja pícara, inteligente y amatronada, ha sido hermosa.
   Él, por su parte, jugó discreto y solapado, el rol del intelectual que lee mucho, que tiene ideas sobre todos los grandes problemas del mundo y que podía emitir opinión equitativa hasta en las cuestiones más álgidas y que más resquemores generaban en el pueblo. Fue durante treinta años la voz concienzuda y ecuánime que dirimía con su sola presencia conflictos entre padres e hijos, entre políticos peleados a muerte, entre facciones de todo tipo. Hombre de prédica progresista y mano de hierro en el gobierno de la escuela que dirigió, sin nunca levantar la voz, pero tampoco sin desviar un mínimo micrón de lo socialmente establecido, del mandato cultural que castiga a la hembra que se embaraza y exonera al hombre que la ayudó.
   Llegaron juntos, juntos trabajaron en la escuela durante treinta años, juntos vivieron en la misma casa (al principio alquilada y luego propia), juntos participaron de todas las situaciones referidas a la institución que dirigían y juntos desarrollaron actividades culturales de todo tipo. Sin embargo, durante treinta años se trataron de usted delante de los testigos, se llamaban mutuamente señorita y señor, y –dicen en el pueblo- negaron sistemáticamente que fueran amantes.
   También es un hecho que hoy, con la vejez encaramada al hombro, ninguno de los dos parece tener demasiada gente que los visite o esté dispuesto a colaborar con ellos, a aliviarles la soledad o a ayudarlos desinteresadamente en caso de enfermedad o alguna dificultad. Es cierto que no han tenido hijos. Pero muchos viejos que fueran padres prolíficos y dedicados, también quedan solos frente a su destino en el tramo final y más arduo de la vida. Además, aunque no engendraron hijos de su carne, si ayudaron a crecer a unos cuantos muchachuelos de este pueblo, a varios les dieron comida y libros, ropa y consejos, o pequeños trabajos que compensaban con algún dinero.
   No todo lo que se dice de ellos es piadoso con sus años y su soledad. Siempre hay alguien que rememora la rigidez farisea de la moral del señor o las cuentas sin pagar de la señorita, siempre aparece quién sintió herida su sensibilidad con el autoritarismo del profesor o aún se crispa con el recuerdo candente de los arranques de violencia verbal de la señorita. Sin embargo ellos están ahí, en su discreta casa, con sus ñañas de viejos y vaya a saber con cuantas frustraciones o sueños rotos.
   Para muchos, el señor y la señorita son parte de la historia de este pueblo de chusmas, lleno de secretos a voces, como todos los pequeños pueblos. Pero pocos saben que ellos mismos son un reservorio de historias y que más que dos viejos que marcaron una época, tal vez la edad de oro de la vida comunitaria y cultural de S.S., ellos son la fuente más rica de crónicas de este rincón de la provincia.
   A veces, cuando reciben una visita, prodigan un mate cálido, de amigos, él explica, ameno, inteligente, juvenil, la simbología de la fea estatua que vigila el acceso al centro urbano del pueblo. Es un icono blanco y tieso que representa un gaucho con un brazo extendido cuya mano ofrece un mate al que llega.
   El profesor dice, todavía hoy con acendrada emoción, que la mano con el mate que el gaucho extiende hacia el recién llegado está posicionada a la altura del corazón. Sentimental y cursi, tal vez; anticuado, decimonónico, puede ser. Sin embargo, estos ancianos venidos de otro mundo, descendientes de europeos conquistadores (sus antepasados se remontan a la madre de Cristóbal Colón, que se apellidaba Fontanarrosa), han hecho patria, a la antigua, desde la renuncia.
   Como el gaucho, con el que él, sin disimulo, se identifica. 



viernes, 3 de mayo de 2013


  El viejo

   He aquí un viejo. Sentado, triste o aburrido, solo. Detrás del viejo hay una vieja casa, deteriorada, con los ladrillos rojos y húmedos visibles bajo la luz cruda de diciembre. Los pies del viejo descansan en el borde de una cuneta en la que se mezclan gramilla brillante y algunas gallinas concentradas en rascar el suelo buscando tal vez semillas, tal vez lombrices. Más allá se alarga la calle rosada de ripio, rasgada de ruidos de automóviles y motocicletas. De vez en cuando una bicicleta rueda delgada, etérea, nimia y silenciosa entre el tráfago heterogéneo de estas calles tan distintas de aquel callejón que el viejo recorriera hace sesenta años, dejando atrás tan pronto y tan definitivamente algo que pudo haber sido su otro destino, ese que no le tocó vivir.
   El callejón campesino era interminable aquella fría mañana tan definitiva para su vida. Tenía catorce años y hacía casi dos años que vivía con el encargado de La Forestal y su mujer. Su piel se había vuelto delicada y fresca, había crecido en ese tiempo en el que había atendido a sus patrones con entusiasmo y buena voluntad, tal vez con la acendrada voluntad de los siervos de la tierra que traían desde el viejo medioevo la vocación de la obediencia, o acaso con la sumisión de los indios domeñados a sangre y fuego en ese montuno norte donde todavía caían quebrachos y algarrobos bajo el hacha todopoderosa de la empresa extranjera.
   No sólo había crecido; también había aprendido a leer y escribir, a hacer cuentas, había descubierto otro tipo de existencia en la que el confort y la limpieza eran marcas distintivas, había ingresado al mismo tiempo al ámbito de los deseos subterráneos, los impulsos primarios, la recia y ardiente condición de macho que regiría desde entonces tantas horas de su vida.
   Don Amarante era campechano, trabajador, recio y seco, como casi todos los hombres que detentaban cierto poder en esos lugares que constituían las tripas del insaciable país. Sin embargo era también amable, calmo, seguro, de pocas pero leales palabras. Le había prometido un puesto de señorito si se aplicaba y llegaba a cursar el sexto grado. No lo pensaba mucho pero no cabía dudas de que si su familia, golondrina y poco constante como casi todas las familias criollas, se quedaba allí durante algún tiempo él podría concretar los proyectos que su patrón tenía para él.
   El administrador y su mujer no tenían hijos, eran una pareja de compañeros apacibles, estacionados en una relación serena y rutinaria, habían perdido la ilusión de ser padres hacía ya varios años y habían dejado de añorar las seguras incomodidades que acompañan la novedad de un bebé. Además un bebé demora demasiados años en crecer, uno nunca sabe qué le espera detrás de esas primeras gracias, de los tiernos gorgoteos engañosos que el día menos pensado al pasar de lo años se vuelve un entramado de argumentos y de principios y sueños que casi nunca coinciden con los sueños de los padres.
   Así que la adopción sin papeles y sin demasiadas negociaciones del muchachito delgado, serio, obediente, ya crecido y bastante útil para una serie de actividades que siempre viene bien que la haga otro en vez de los dueños de casa, era una forma de compensar esa carencia definitiva del hijo que hacía mucho habían dejado de esperar y acaso de desear. Además el criadito era inteligente, se lucía en la escuela y en un año lectivo pasó al tercer grado de la rígida escuela sarmientina.
   Sin embargo, ese año su familia decidió que tenía edad para trabajar en serio. La Forestal ya podría darle “libreta de menor” y convertirlo en hachero. Era hora de aportar al guiso de la familia numerosa, de salir a los caminos y marchar a otros rumbos, retomar el deambular propiciado por el sistema económico que no dejaba resquicios para ser propietario en una cultura en la que la propiedad privada tiene casi el mismo valor que la vida humana.
   La madre, rústica y cargada de hijos, le señaló las ventajas de quedarse: la noción de progreso, la visión de futuro, la posibilidad de salvación que toda madre percibe por instinto para su cría, le  estaban diciendo que tenía que dejar ese hijo inteligente y aplicado en manos de gente ajena para que se lo modelaran y le dieran las oportunidades que a su lado no tendría.
  El viejo recuerda que eligió no quedarse con los Amarante. Sospechaba que si la madre y los hermanos se iban lejos, los perdería para siempre. Sabía que la pobreza estaba a la vuelta del primer recodo del camino, y acaso también el hambre, y el frío, y el cansancio de largos días de labor ruda y agobiante. Pero tendría la madre, los hermanos. Estaría a la vera del fogón familiar y al darse vuelta aterido en el catre del descanso nocturno oiría la respiración de su familia y el suspiro tierno del Cual y del Porqué, los perros que cuidaron su infancia. Entre el progreso y los suyos, como tantas otras veces lo haría en el futuro, eligió a los suyos. La orfandad no era un precio que estuviera dispuesto a pagar.
El viejo, a los 16 años, hacherito de la forestal, en el centro de la imagen.

miércoles, 1 de mayo de 2013


Hay una chimenea en Villa Ángela

   Entre setiembre de 1880 y mayo de l881 el gobierno de Santa Fe tramitó un empréstito con la empresa Murrieta & Company y sancionó una ley por la cual vendía 1.660.000 hectáreas a la misma empresa con la finalidad de pagar la deuda contraída.
   Esta operación económica, normal en América Latina en lo que refiere al mecanismo de entrega de recursos a los poderes económicos extranjeros, fue la acción fundante de "La Forestal", empresa que debería ser símbolo universal de las formas de explotación esclava de la población de un país y de la depredación del ambiente de una región, así como del desplazamiento (y con la ayuda del estado, del exterminio) de las poblaciones originarias de esa región. 
   El régimen feudal de la Forestal arrasó miles y miles de hectáreas, leguas y leguas de bosques, asoló un territorio rico en flora, abundantísimo en fauna exótica y variada y nicho de culturas originarias cuya simbiosis con el ambiente era modelo de adaptación y sobrevivencia.
  Toneladas de músculos humanos (hombres, mujeres y niños) sustentaron con su fuerza el rudo y seco engranaje de crueldad que permitió el desarrollo de las actividades de esta empresa, cuya específica intención apuntó a deforestar la región del chaco argentino para apropiarse del quebracho, un exótico árbol cuya madera, aún siendo una de las más duras de las conocidas, no logró resistir los embates de la ambición de estas multinacionales. Con el quebracho se hicieron específicamente durmientes para los trenes y tanino para las curtiembres y la industria del cuero europea.
   Las fábricas de tanino generaron a su alrededor una profusa y laboriosa vida popular y son la principal fuente fundacional de varias ciudades del interior del Chaco. Villa Ángela es hija de esa historia, de ese sudor, de esa sangre. Hoy la fábrica es un montón de galpones invadidos de maleza y con los techos arrasados y desmantelados. Solo una gris chimenea se alza buscando un cielo antiguo que supo tener otra luz y otra temperatura. A su alrededor ha cambiado la ciudad, ha cambiado el país, ha cambiado el mundo. Tal vez un día ella también caerá agobiada de tiempo y de intemperie.
   Pero el relato de estos hechos permanecerá en la obra de Gastón Gori cuyo libro, publicado en 1965 – LA FORESTAL, tragedia del quebracho colorado, Ed. Platina, Buenos Aires, ensayo, sigue siendo la investigación más completa sobre ese tramo de la inconclusa historia de abuso y explotación de las multinacionales sobre los pueblos del mundo. 
   En el día del trabajo los obreros del mundo celebraban entonces una fecha que aludía en realidad a la crueldad de un sistema que ha permitido el lujo desvergonzado de las alfombras rojas del norte del planeta, las tiaras de diamantes que adornan las cabezas de las hijas del poder que gracias a regímenes de sangre lograron instalarse en las cumbres doradas, donde nuestra contradictoria cultura instala las glorias sustentadas con fermentos de muertos. 
   Hermosos y puros árboles muertos, recios e ingenuos obreros muertos, serios y exóticos aborígenes muertos. En las, hoy remozadas, ciudades del Chaco hay grises monumentos que testimonian mudos e invadidos de maleza lo que Gastón Gori contó -documentado y preciso- en su libro. No se puede ser ciego a esa historia. Porque los hombres tendemos a repetir cíclicamente nuestros errores, es que deberíamos mirar las viejas y derruidas chimeneas.