Walter y Aracelia
Cuentan en el
pueblo que cuando vinieron ella era muy bonita pero ya todos sabían que le
llevaba once años. En aquella época, once años era como decir podría ser la
madre. Ahora, cuando uno los ve juntos, ella parece una niña avejentada y ñoña,
pero todavía se percibe, bajo los manotazos del tiempo que nos amasa con
crueldad, lo que fue una bella boca, un rostro delicado de actriz de cine y
una naricina recta y agraciada como dibujada por un pintor enamorado. Es
verdad, con una notable tendencia a la figura de tonel y un pasito cortito de
gorriona, esta vieja pícara, inteligente y amatronada, ha sido hermosa.
Él, por su parte, jugó discreto y solapado,
el rol del intelectual que lee mucho, que tiene ideas sobre todos los grandes
problemas del mundo y que podía emitir opinión equitativa hasta en las
cuestiones más álgidas y que más resquemores generaban en el pueblo. Fue
durante treinta años la voz concienzuda y ecuánime que dirimía con su sola
presencia conflictos entre padres e hijos, entre políticos peleados a muerte,
entre facciones de todo tipo. Hombre de prédica progresista y mano de hierro en
el gobierno de la escuela que dirigió, sin nunca levantar la voz, pero tampoco
sin desviar un mínimo micrón de lo socialmente establecido, del mandato cultural
que castiga a la hembra que se embaraza y exonera al hombre que la ayudó.
Llegaron juntos, juntos trabajaron en la
escuela durante treinta años, juntos vivieron en la misma casa (al principio
alquilada y luego propia), juntos participaron de todas las situaciones
referidas a la institución que dirigían y juntos desarrollaron actividades
culturales de todo tipo. Sin embargo, durante treinta años se trataron de usted
delante de los testigos, se llamaban mutuamente señorita y señor, y –dicen en
el pueblo- negaron sistemáticamente que fueran amantes.
También es un hecho que hoy, con la vejez
encaramada al hombro, ninguno de los dos parece tener demasiada gente que los
visite o esté dispuesto a colaborar con ellos, a aliviarles la soledad o a ayudarlos
desinteresadamente en caso de enfermedad o alguna dificultad. Es cierto que no
han tenido hijos. Pero muchos viejos que fueran padres prolíficos y dedicados,
también quedan solos frente a su destino en el tramo final y más arduo de la
vida. Además, aunque no engendraron hijos de su carne, si ayudaron a crecer a
unos cuantos muchachuelos de este pueblo, a varios les dieron comida y libros,
ropa y consejos, o pequeños trabajos que compensaban con algún dinero.
No todo lo que se dice de ellos es piadoso
con sus años y su soledad. Siempre hay alguien que rememora la rigidez farisea
de la moral del señor o las cuentas sin pagar de la señorita, siempre aparece
quién sintió herida su sensibilidad con el autoritarismo del profesor o aún se
crispa con el recuerdo candente de los arranques de violencia verbal de la
señorita. Sin embargo ellos están ahí, en su discreta casa, con sus ñañas de
viejos y vaya a saber con cuantas frustraciones o sueños rotos.
Para muchos, el señor y la señorita son
parte de la historia de este pueblo de chusmas, lleno de secretos a voces, como
todos los pequeños pueblos. Pero pocos saben que ellos mismos son un reservorio
de historias y que más que dos viejos que marcaron una época, tal vez la edad
de oro de la vida comunitaria y cultural de S.S., ellos son la fuente más rica
de crónicas de este rincón de la provincia.
A veces, cuando reciben una visita, prodigan
un mate cálido, de amigos, él explica, ameno, inteligente, juvenil, la
simbología de la fea estatua que vigila el acceso al centro urbano del pueblo. Es
un icono blanco y tieso que representa un gaucho con un brazo extendido cuya
mano ofrece un mate al que llega.
El profesor dice, todavía hoy con acendrada
emoción, que la mano con el mate que el gaucho extiende hacia el recién llegado
está posicionada a la altura del corazón. Sentimental y cursi, tal vez;
anticuado, decimonónico, puede ser. Sin embargo, estos ancianos venidos de otro
mundo, descendientes de europeos conquistadores (sus antepasados se remontan a
la madre de Cristóbal Colón, que se apellidaba Fontanarrosa), han hecho patria,
a la antigua, desde la renuncia.
Como el gaucho, con el que él, sin disimulo,
se identifica.