El viejo
He aquí un viejo. Sentado, triste o aburrido, solo. Detrás del viejo hay una vieja
casa, deteriorada, con los ladrillos rojos y húmedos visibles bajo la luz cruda
de diciembre. Los pies del viejo descansan en el borde de una cuneta en la que
se mezclan gramilla brillante y algunas gallinas concentradas en rascar el
suelo buscando tal vez semillas, tal vez lombrices. Más allá se alarga la calle
rosada de ripio, rasgada de ruidos de automóviles y motocicletas. De vez en
cuando una bicicleta rueda delgada, etérea, nimia y silenciosa entre el tráfago
heterogéneo de estas calles tan distintas de aquel callejón que el viejo
recorriera hace sesenta años, dejando atrás tan pronto y tan definitivamente
algo que pudo haber sido su otro destino, ese que no le tocó vivir.
El
callejón campesino era interminable aquella fría mañana tan definitiva para su
vida. Tenía catorce años y hacía casi dos años que vivía con el encargado de La
Forestal y su mujer. Su piel se había vuelto delicada y fresca, había crecido
en ese tiempo en el que había atendido a sus patrones con entusiasmo y buena
voluntad, tal vez con la acendrada voluntad de los siervos de la tierra que
traían desde el viejo medioevo la vocación de la obediencia, o acaso con la
sumisión de los indios domeñados a sangre y fuego en ese montuno norte donde
todavía caían quebrachos y algarrobos bajo el hacha todopoderosa de la empresa
extranjera.
No
sólo había crecido; también había aprendido a leer y escribir, a hacer cuentas,
había descubierto otro tipo de existencia en la que el confort y la limpieza
eran marcas distintivas, había ingresado al mismo tiempo al ámbito de los
deseos subterráneos, los impulsos primarios, la recia y ardiente condición de
macho que regiría desde entonces tantas horas de su vida.
Don
Amarante era campechano, trabajador, recio y seco, como casi todos los hombres
que detentaban cierto poder en esos lugares que constituían las tripas del
insaciable país. Sin embargo era también amable, calmo, seguro, de pocas pero
leales palabras. Le había prometido un puesto de señorito si se aplicaba y
llegaba a cursar el sexto grado. No lo pensaba mucho pero no cabía dudas de que
si su familia, golondrina y poco constante como casi todas las familias
criollas, se quedaba allí durante algún tiempo él podría concretar los
proyectos que su patrón tenía para él.
El
administrador y su mujer no tenían hijos, eran una pareja de compañeros
apacibles, estacionados en una relación serena y rutinaria, habían perdido la
ilusión de ser padres hacía ya varios años y habían dejado de añorar las
seguras incomodidades que acompañan la novedad de un bebé. Además un bebé
demora demasiados años en crecer, uno nunca sabe qué le espera detrás de esas
primeras gracias, de los tiernos gorgoteos engañosos que el día menos pensado
al pasar de lo años se vuelve un entramado de argumentos y de principios y
sueños que casi nunca coinciden con los sueños de los padres.
Así
que la adopción sin papeles y sin demasiadas negociaciones del muchachito
delgado, serio, obediente, ya crecido y bastante útil para una serie de
actividades que siempre viene bien que la haga otro en vez de los dueños de
casa, era una forma de compensar esa carencia definitiva del hijo que hacía
mucho habían dejado de esperar y acaso de desear. Además el criadito era
inteligente, se lucía en la escuela y en un año lectivo pasó al tercer grado de
la rígida escuela sarmientina.
Sin
embargo, ese año su familia decidió que tenía edad para trabajar en serio. La
Forestal ya podría darle “libreta de menor” y convertirlo en hachero. Era hora
de aportar al guiso de la familia numerosa, de salir a los caminos y marchar a
otros rumbos, retomar el deambular propiciado por el sistema económico que no
dejaba resquicios para ser propietario en una cultura en la que la propiedad
privada tiene casi el mismo valor que la vida humana.
La
madre, rústica y cargada de hijos, le señaló las ventajas de quedarse: la noción
de progreso, la visión de futuro, la posibilidad de salvación que toda madre
percibe por instinto para su cría, le
estaban diciendo que tenía que dejar ese hijo inteligente y aplicado en
manos de gente ajena para que se lo modelaran y le dieran las oportunidades que
a su lado no tendría.
El viejo
recuerda que eligió no quedarse con los Amarante. Sospechaba que si la madre y
los hermanos se iban lejos, los perdería para siempre. Sabía que la pobreza
estaba a la vuelta del primer recodo del camino, y acaso también el hambre, y
el frío, y el cansancio de largos días de labor ruda y agobiante. Pero tendría
la madre, los hermanos. Estaría a la vera del fogón familiar y al darse vuelta
aterido en el catre del descanso nocturno oiría la respiración de su familia y
el suspiro tierno del Cual y del Porqué, los perros que cuidaron su infancia. Entre
el progreso y los suyos, como tantas otras veces lo haría en el futuro, eligió
a los suyos. La orfandad no era un precio que estuviera dispuesto a pagar.
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El viejo, a los 16 años, hacherito de la forestal, en el centro de la imagen. |
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