Frases escritas con sangre
Hemos leído, seguramente, que en
este mundo de paradojas “todo cambia
para que nada cambie”. También es cierto que asistimos a un tiempo de saberes
comprimidos en frases más o menos ambiguas, pretenciosamente sintetizadoras de
supuestas ideas absolutas. Es, tal vez, una forma de discurso social y se pone
de manifiesto en cualquier soporte, las podemos leer en las revistas de
divulgación científica o filosófica como ejemplificación de la genialidad de creadores,
investigadores o pensadores.
Así hacemos un curso sobre el
pensamiento de Ortega y Gasset o las nociones ejes de la teoría lingüística de
Chomski en tres o cuatro frases, citadas fuera de cotexto y de contexto como si
fueran rozagantes frutos que se vuelcan generosos de la cornucopia de la sabiduría.
Frases críticas, contradictorias,
sosas, cursis o vacías, también hallamos en las redes sociales, engalanadas por
diseños gráficos mas o menos coloridos, más o menos lujosos, más o menos
acordes al sentido supuesto u orientado.
Las frases que circulan pierden
identidad, se empobrecen de sentido, se cargan de frivolidad y terminan por formar
parte del juego vacuo de la autoayuda. Pero, al igual que las siglas, son
constituyentes de los discursos circulantes en nuestra cultura, se han instalado como un hábito de síntesis, como un
rasgo discursivo de la liquidez de nuestro tiempo.
Las hay para todos los temas pero
son especialmente populares las frases que refieren al “amor”
(desagradablemente empalagosas, casi siempre), las que se orientan a las enseñanzas
de vida y reforzamiento de la autoestima (simplificadoras, enraizadas en el
resentimiento y el egocentrismo, la mayor de las veces), las que propenden a la
exaltación de valores y/o principios morales, estéticos, éticos, políticos,
sociales (en general desconectadas de toda reflexión organizada y coherente),
nociones fragmentarias, casi siempre mal citadas, incluso mal redactadas.
Todas las épocas han tenido
saberes aglutinados en pocas palabras, fáciles de recordar y útiles para ser
recuperadas en esas ocasiones que requieren de algún modelo de encuadre o
justificación dentro del panorama de la vida cotidiana.
La moraleja de las culturas del
Asia menor, que los griegos tomaron para sí y que sintetizaban las ideas
esenciales de esa cosmovisión magnífica, preñada de desigualdades y crueldad a
favor del más fuerte, o el más poderoso. Ejemplo irrebatible “La fábula de la
cigarra y la hormiga” que tan bien representa el modelo acumulador de los
pueblos que se alimentaban del botín y del comercio.
Los versos moralizantes le fueron
muy provechosos al pensamiento del medioevo feudal para mantener un rígido
esquema donde todo estaba regulado, controlado, por la esperanza más allá de la
muerte y la resignación del acá esforzado e impiadoso. Don Juan Manuel lo desarrolló
magistralmente en los pareados que su conde hacía escribir como cierre de los
esclarecedores diálogos que mantenía con Patronio.
El refrán popular, tan caro a
Sancho y que enervaba a Don Quijote, cuyas mentalidades diferentes estaban
signadas por la profunda huella que instala la cultura letrada frente a la
cultura ágrafa, tal como lo desarrolla Walter Ong en su sistematización de los
niveles de oralidad.
Frases cortas que aspiran a
decirlo todo. Tal vez no lo logran; pero se acercan mucho a un conato de
síntesis, al menos se ajustan al título de situaciones para las que no
encontramos explicaciones, cuestiones que quedan fuera de toda razón y
reflexión, cuestiones que después de un siglo, o de cinco siglos, o de quince
siglos, se plantean exactamente igual.
Es ahí que rescatamos esa frase
que alguien dijo refiriéndose a los cambios que instalan o intentan instalar
las revoluciones y que sin embargo no logran torcer la tendencia de la realidad
a repetirse y reconstruirse con sus principios permanentes. Así la
escalofriante distinción y separación que las ideas religiosas y/o políticas
fomentan entre los seres humanos vuelven sobre la humanidad su helada cola de
serpiente y su verdoso, mortal veneno, siempre letal, aunque pasen los siglos.
Tal como ayer, los judíos, los
gitanos, los homosexuales, los aborígenes, los negros, todos los diferentes del
estereotipo, han sufrido el insulto, la persecución y el asesinato, así hoy…
sin análisis, sin piedad, sin una pizca de bondad, de humanismo.
Leemos en las redes sociales las
mismas crueles palabras referidas al agobiador conflicto en Gaza y sus
protagonistas, voluntarios o no, tal como leímos esas mismas palabras, esas
ideas de discriminación y exterminio, en los libros de historia o en los
testimonios de hechos sucedidos hace un siglo.
Insultos descarados, impunes de
toda equidad, degradantes de la condición del hombre como sujeto de
derecho, logro costoso para lo humanidad como ningún otro lo ha sido; insultos
reaccionarios que retrotraen al hombre a su condición más primitiva, nos ponen
de frente al humano terrorista, al humano inhumano, a la deshumanización que,
de por sí, tanta sangre/vida inocente le ha costado a esta tierra.
Ante la guerra, el llanto de las
víctimas, la crueldad infinita del humano, los intereses incomprensibles
escudados en creencias religiosas o posicionamientos políticos, ya no somos
capaces de tomar partido. Solo somos capaces de llorar con estas inútiles
palabras por el hombre que demuestra cada vez cuán incapaz es de redimirse.
Hijos de este tiempo de palabras
vanas, nos quedamos con la frase: “todo cambia para que nada cambie”. Porque lo
que en verdad no cambia, lo comprobamos entristecidos, es el hombre.
Foto de Josi V. G.
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