” La esperanza, es la carga mas pesada que un hombre puede cargar. Esa es la desgracia del idealista”
Firmado por: El Condicionado. Raimundo Arruda Sobrinho

martes, 16 de abril de 2013


Natural

   Estoy tecleando en una máquina sofisticada y luminosa, tal como lo vi hacer en televisión hace más de cuarenta años a los actores de la serie Star Trek. Sin embargo, nunca he podido curarme de la añoranza por los árboles aquellos que constituían el paisaje en el que crecí. Ese paisaje era absolutamente opuesto al de los lejanos planetas a los que llegaban los grisáceos actores de la serie de los viajes interestelares. Casi siempre allí sólo había piedra y polvo, un viento gris y lleno de ecos admonitorios y tremebundos.
   En el Chaco profundo y olvidado, en cambio, había árboles, había pájaros, había cabras (o chivos, como se quiera llamarlos), había flores azules entre las hojas rojas de los cardos y había nubes blancas que se reflejaban impolutas en el agua de las cunetas. Había una vida, rica y fresca, llena de luces, serena y hospitalaria.
   Cuando se denosta esa vida del niño ocupado en quehaceres y se habla de derechos y se complementa el artículo o columna o comentario con dos o tres publicidades de ropa, juguetes, accesorios, para niños, también recupero la imagen de la insoslayable muñeca de la última página del Anteojito.
   La variedad y multiplicidad del mundo, de las vidas humanas, de sus inagotables posibilidades, también llegaban a aquellos lugares en el que los árboles tenían identidad, ocupaban un espacio, eran un ser más en el ámbito de la existencia. La naturaleza y el hombre luchaban, se aliaban, se ignoraban, se daban tregua y convivían…
   A veces pareciera que solo hay máquinas, que la tierra toda está invadida de máquinas y que solo hay árboles allí donde el hombre decide ponerlos. En algún pueblo cercano he visto árboles construidos con verdes botellas de plástico. La penosa imagen de un árbol resplandeciente de luces cuya copa es un tejido de verdosos botellones crujientes, un árbol de desechos, un árbol de basura.
   Vuelvo a aquellos otros lugares donde los niños arreábamos vacas y acarreábamos baldes de agua y transplantábamos lechuga o cebollitas, porque entonces no estaba mal visto que los niños trabajaran. Hay basura plástica en algunos lugares, afeando e infestando los rincones conocidos en el que los molles llenaban el aire con su aroma seco y áspero o los talas aglutinaban avispitas sedientas de dulzura.
   Aún así, sigue habiendo árboles. Árboles que allí nacieron, solos, sembrados por el viento, o la lana solidaria de las ovejas, o la correntada oscura del agua de creciente.
   Árboles que ya están viejos y que saben de niños que colgaron en ellos cordeles de hamacas, y azotaron sus ramas con risas, y comieron sus frutos amarillos y harinosos, y crecieron… y se fueron…
   También hay algún árbol nuevo. Seguro habrá algún niño que vivirá y crecerá bajo su sombra. El niño un día se irá y no volverá. O volverá para ver al árbol, borroso, en medio de sus lágrimas. 



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