” La esperanza, es la carga mas pesada que un hombre puede cargar. Esa es la desgracia del idealista”
Firmado por: El Condicionado. Raimundo Arruda Sobrinho

sábado, 30 de noviembre de 2013

Estampas con fondo verde

   El camino repetido incontables veces a lo largo de cinco lustros puede sernos indiferente. Pero no. A la vera de la ruta, varias veces reciclada y mejorada en estos más de veinticinco años, un paisaje inminente y siempre nuevo nos acuna los ojos y nos aliviana el corazón.
   Viaje de mediodía caluroso, hora impregnada de sudor y de una ardiente llamarada anaranjada que reverbera en el tramo final de la cinta grisácea y pegajosa. El ómnibus, una chatarra traqueteante, estrecha, recargada, acumula olores y gemidos, charlas grotescas, familiares o exóticas, dentaduras melladas de pobres campesinas de anchas caderas o de caras agrietadas, o con todo eso junto. El ómnibus es lugar de reencuentro, solidaridades, niños con mocos y pequeñas princesas emperifolladas con moños y puntillas. Aborígenes tímidos de El Pastoril se trepan desconfiados y tristes, hablan suave y opaco, tratando de ocupar su estrecho lugar sin molestar. Criollas charlatanas despellejan amigas comunes, hombres toscos se hacen bromas rudas y ríen a carcajadas. El ómnibus es un microcosmos donde se cruzan todas las clases, los gustos, las edades.
   Afuera el paisaje se va quedando, con sus casitas grises o blancas, como una larga estampa que fuera cambiando con el tiempo. Pueblos melancólicos se han ido extendiendo como salpicaduras de espuma, ganándole espacio al monte achaparrado, derrotado. El Pueblo Díaz era casi fantasma hace veinticinco años, ahora es una comunidad de casitas enredadas entre calles irregulares que imitan los lazos de un moño grande. Peguriel era solo un nombre, ahora hay vacas gordas pastando en potreros feraces y las casas viejas del pasado se ven florecientes, con plantas y gallinas en el patio. Coronel Du Graty, pretencioso y colorinche en el pasado, ya no es tan florido ni tan coqueto. Pero se ha vuelto ancho hacia el norte y hacia el suroeste mientras un basural al aire libre en el lomo cocinado de incendios le afea la espalda de chacras y viveros. La urbanidad siglo XXI no siempre les hace bien a los pueblos pequeños.
   Mucho más adelante caminos mejorados con ripio y anchas llanuras desmontadas rinde culto a la extensión de la frontera agropecuaria. En medio de esos campos se percibe algún techo de la llamada Villa Correa, o El Ñandubai, o ….. algo así. Lo que fuera también una colonia de campesinos desahuciados se está convirtiendo en un pueblo, a pesar de que como en todos estos lugares los jóvenes siempre se van.
   Al final de algo más de una hora de viaje zangoloteado y ruidoso, se ven las casuarinas costeras de Santa Sylvina. Santa Sylvina con sus murales y portalones de acceso tan kitch, con su juventud frívola, con sus sueños rotos, con sus luchas internas y agobiantes, con su esperanza, pueblos del interior, siempre apabullados de soledad, siempre deseantes del afuera.
   De Villa Ángela a Santa Sylvina, desde una ventanilla con visillos sucios y pringosos, junto a niños pegajosos de caramelos, resistiendo  la música machacona y desquiciante con un verso secreto de Conrado Nalé Roxlo (mi corazón eglógico y sencillo se ha despertado grillo esta mañana), vamos mirando las mutaciones magníficas de la cinta de mundo que nos ofrece este Chaco inigualable. Verde en siestas de agreste primavera, florecidos hasta lo indecible sus garabatos y sus chañares, grandes matas de flores amarillas o lilas en las orillas de los campos o las banquinas. Marrón y gris a fines del otoño, rastrojos sin final, tierra arrasada esperando la lluvia, negros pájaros acechando los terneritos recién nacidos o los pollitos graciosos e indefensos. En el invierno sábanas interminables de escarcha y un vapor de gasas inasibles estirando dedos agrios hacia el cielo.  Y el girasol con sus ojazos dorados bajo la luz de noviembre. Y el algodón lleno de flores de un rosado que vira hacia el amarillo suave, sedoso, inmaterial.
   Cuando se tiene la suerte de ocupar el primer asiento, y nadie se interpone entre el paisaje y los ojos, se aprecian mejor los pastores con sus cabras o sus vacas, bajo el sol imperioso, hombres simples y un poco tristes que saludan al paso levantando la mano. Si el conductor es amable incluso les envía un bocinazo, que seguro alegrará por unos minutos ese día de guardia interminable.
   En los viajes nocturnos, lo mejor es la luna. Las casuarinas parecen (y sé que la imagen no es original) ciegos monjes mirando a la distancia, los ceibos redondean su copa enrevesada y una plácida lechada de silencio blanco asabana la mágica distancia. Hay sobre el mundo, bajo esa luz ajena y desvaída, un profundo latido de eternidad. Una eternidad que dejamos atrás kilómetro a kilómetro, de una ciudad en otra, de una ventana iluminada a otra, de un árbol oscuro y quieto a otro árbol, más ciudadano, donde duermen, arrullándose tiernos, los gorriones.
   A veces viajamos bajo torrenciales bocanadas de lluvia o vientos rugientes, tremolantes. Dioses furiosos, antiguos, desterrados, muerden el lomo rasguñado de la tierra, deseando volver, buscando reintegrarse al oscuro terrón, a la retorcida y profunda raíz, al verde que renace en infinitos círculos de vida nueva. Los pueblos del interior del Chaco amanecerán mañana hablando de la lluvia, de árboles arrancados de raíz, de grandes lagunas pasajeras donde pájaros blancos y espadañas de hojas esmeraldinas florecerán en alas sonrosadas y canutos dorados.
   De Villa Ángela a Santa Sylvina no solo hay una cinta de asfalto. Hay, más que nada, un mundo que se hace y se rehace sin final, paciente y resistente, maravilloso y pleno. Cuando cierre los ojos, para volverme polvo, como debiera ser, aún estaré viendo esos árboles, esos pueblitos nuevos, esos niños. Y querré todavía que ellos amen ese verde… ese verde.

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