Estampas con fondo verde
El camino repetido
incontables veces a lo largo de cinco lustros puede sernos indiferente. Pero
no. A la vera de la ruta, varias veces reciclada y mejorada en estos más de
veinticinco años, un paisaje inminente y siempre nuevo nos acuna los ojos y nos
aliviana el corazón.
Viaje de mediodía
caluroso, hora impregnada de sudor y de una ardiente llamarada anaranjada que reverbera
en el tramo final de la cinta grisácea y pegajosa. El ómnibus, una chatarra
traqueteante, estrecha, recargada, acumula olores y gemidos, charlas grotescas,
familiares o exóticas, dentaduras melladas de pobres campesinas de anchas
caderas o de caras agrietadas, o con todo eso junto. El ómnibus es lugar de
reencuentro, solidaridades, niños con mocos y pequeñas princesas emperifolladas
con moños y puntillas. Aborígenes tímidos de El Pastoril se trepan desconfiados
y tristes, hablan suave y opaco, tratando de ocupar su estrecho lugar sin
molestar. Criollas charlatanas despellejan amigas comunes, hombres toscos se
hacen bromas rudas y ríen a carcajadas. El ómnibus es un microcosmos donde se
cruzan todas las clases, los gustos, las edades.
Afuera el paisaje
se va quedando, con sus casitas grises o blancas, como una larga estampa que
fuera cambiando con el tiempo. Pueblos melancólicos se han ido extendiendo
como salpicaduras de espuma, ganándole espacio al monte achaparrado, derrotado.
El Pueblo Díaz era casi fantasma hace veinticinco años, ahora es una comunidad de
casitas enredadas entre calles irregulares que imitan los lazos de un moño
grande. Peguriel era solo un nombre, ahora hay vacas gordas pastando en
potreros feraces y las casas viejas del pasado se ven florecientes, con plantas
y gallinas en el patio. Coronel Du Graty, pretencioso y colorinche en el
pasado, ya no es tan florido ni tan coqueto. Pero se ha vuelto ancho hacia el
norte y hacia el suroeste mientras un basural al aire libre en el lomo cocinado
de incendios le afea la espalda de chacras y viveros. La urbanidad siglo XXI no
siempre les hace bien a los pueblos pequeños.
Mucho más adelante
caminos mejorados con ripio y anchas llanuras desmontadas rinde culto a la
extensión de la frontera agropecuaria. En medio de esos campos se percibe algún
techo de la llamada Villa Correa, o El Ñandubai, o ….. algo así. Lo que fuera
también una colonia de campesinos desahuciados se está convirtiendo en un
pueblo, a pesar de que como en todos estos lugares los jóvenes siempre se van.
Al final de algo
más de una hora de viaje zangoloteado y ruidoso, se ven las casuarinas costeras
de Santa Sylvina. Santa Sylvina con sus murales y portalones de acceso tan
kitch, con su juventud frívola, con sus sueños rotos, con sus luchas internas y
agobiantes, con su esperanza, pueblos del interior, siempre apabullados de
soledad, siempre deseantes del afuera.
De Villa Ángela a Santa Sylvina, desde una ventanilla con visillos sucios y pringosos, junto a
niños pegajosos de caramelos, resistiendo
la música machacona y desquiciante con un verso secreto de Conrado Nalé
Roxlo (mi corazón eglógico y sencillo se ha despertado grillo esta mañana), vamos mirando las mutaciones magníficas de la cinta de mundo que nos ofrece
este Chaco inigualable. Verde en siestas de agreste primavera, florecidos hasta
lo indecible sus garabatos y sus chañares, grandes matas de flores amarillas o
lilas en las orillas de los campos o las banquinas. Marrón y gris a fines del
otoño, rastrojos sin final, tierra arrasada esperando la lluvia, negros pájaros
acechando los terneritos recién nacidos o los pollitos graciosos e indefensos.
En el invierno sábanas interminables de escarcha y un vapor de gasas inasibles
estirando dedos agrios hacia el cielo. Y
el girasol con sus ojazos dorados bajo la luz de noviembre. Y el algodón lleno
de flores de un rosado que vira hacia el amarillo suave, sedoso, inmaterial.
Cuando se tiene la
suerte de ocupar el primer asiento, y nadie se interpone entre el paisaje y los
ojos, se aprecian mejor los pastores con sus cabras o sus vacas, bajo el sol
imperioso, hombres simples y un poco tristes que saludan al paso levantando la
mano. Si el conductor es amable incluso les envía un bocinazo, que seguro
alegrará por unos minutos ese día de guardia interminable.
En los viajes
nocturnos, lo mejor es la luna. Las casuarinas parecen (y sé que la imagen no
es original) ciegos monjes mirando a la distancia, los ceibos redondean su copa
enrevesada y una plácida lechada de silencio blanco asabana la mágica distancia.
Hay sobre el mundo, bajo esa luz ajena y desvaída, un profundo latido de
eternidad. Una eternidad que dejamos atrás kilómetro a kilómetro, de una ciudad
en otra, de una ventana iluminada a otra, de un árbol oscuro y quieto a otro
árbol, más ciudadano, donde duermen, arrullándose tiernos, los gorriones.
A veces viajamos
bajo torrenciales bocanadas de lluvia o vientos rugientes, tremolantes. Dioses
furiosos, antiguos, desterrados, muerden el lomo rasguñado de la tierra,
deseando volver, buscando reintegrarse al oscuro terrón, a la retorcida y profunda
raíz, al verde que renace en infinitos círculos de vida nueva. Los pueblos del
interior del Chaco amanecerán mañana hablando de la lluvia, de árboles
arrancados de raíz, de grandes lagunas pasajeras donde pájaros blancos y
espadañas de hojas esmeraldinas florecerán en alas sonrosadas y canutos
dorados.
De Villa Ángela a
Santa Sylvina no solo hay una cinta de asfalto. Hay, más que nada, un mundo que se
hace y se rehace sin final, paciente y resistente, maravilloso y pleno. Cuando
cierre los ojos, para volverme polvo, como debiera ser, aún estaré viendo esos
árboles, esos pueblitos nuevos, esos niños. Y querré todavía que ellos amen ese
verde… ese verde.
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