” La esperanza, es la carga mas pesada que un hombre puede cargar. Esa es la desgracia del idealista”
Firmado por: El Condicionado. Raimundo Arruda Sobrinho

domingo, 28 de julio de 2013

   Mirando abajo, parece un sueño

   Ningún río vuelve a cruzar dos veces por el mismo cauce. Eso decía, probablemente, una frase que resumía, con la clásica metáfora de Jorge Manrique, el fluir ineluctable de la vida, el irse, siempre irse, solo irse. Según esta frase, no hay regreso.
 Se puede volver a las calles donde la infancia tejió distracciones livianas como panaderos navegantes del viento. Se puede volver a las veredas desparejas de la adolescencia, que casi nada han cambiado, donde la adolescencia desanduvo ese tramo luminoso y liviano junto a la hermana elegida por nuestra amistad y nuestra confidencia. Se puede volver a mirar desde afuera el patio amado donde la adultez nos cacheteó una tarde con sus rudas verdades y nos llevó a asumir los quehaceres inevitables que el destino nos tenía preparados. 
   Vuelve esta cáscara ajada que ahora camina solitaria sobre blandas alpargatas, ya no sobre los resistentes tacones de la juventud. Vuelve esta vieja triste que ha dejado la mitad más jugosa de su vida en otras calles, entre otras gentes, con otras tareas que las que había soñado a los diecisiete. 
   Vuelve una mujer sola, esforzada, materialista y seca. Lo decía Francisco Noriega, el viejo maestro cínico: de jóvenes somos platónicos, de viejos nos volvemos aristotélicos. 
   Francisco Noriega había venido de las secas laderas de Catamarca, de aquellos vallecitos verdes, bajando el caminito típico que lo llevó a las ciudades del sur, como a tantos otros pobladores de estas “crueles provincias”, que exprimen sus secas ubres alimentando inteligencias y músculos para dárselos a las locas y ruidosas capitales del país y/o del mundo. 
   Francisco llegó a La Plata a estudiar filosofía y un día encontró en esas aulas universitarias a una muchachita de rostro exótico y pálido, en cuya fisonomía y contextura se manifestaban los rasgos de los pueblos que han venido, como los elfos de Tolkien, del otro lado del mar. Esa cara de frágiles huesos medio eslavos y la disposición para escucharlo y admirarlo que ella le ofreció, lo trajeron a las calles claras, llanas, luminosas de Villa Ángela. 
   En la villa, el profesor Francisco fue respetado y admirado, apreciado por colegas y alumnos, hizo gala de sus dotes de gentilhombre y sentó premisas de varón de justicia en sus clases dialécticas que se organizaba desde la mirada socrática del cuestionamiento y la pregunta. En esas clases poco se escribía, mucho se debatía y alguna vez se hacía silencio para registrar con el oído del asombro las explicaciones del profesor que en esa época, esto lo supimos cuando ya éramos viejos, era joven y apuesto como un galán de cine.
   Algunos alumnos recuerdan que el profesor, distraído, o imbuido de concentrada profundidad reflexiva, se fumaba la tiza mientras iba dejando cigarrillos ordenados simétricamente sobre el escritorio. Sin embargo alguno de nosotros no recuerda eso sino que en esa clase se levantó ante nuestros ojos asombrados una gran árbol de verde, de redonda y no tan alta copa, en medio de un umbrío bosque, húmedo y cerrado, secreto. En la sombra silenciosa se desprendía del árbol una manzana y caía con un suave y blando rumor sobre el humus cubierto de hojas que se deshacían bajos los dedos de la vida y de la muerte en escondida soledad. ¿Un pequeño momento de la vida, un segmento de realidad? No. Porque, como allí no había ningún hombre para atestiguar que esto sucedía, ese hecho no existía. Francisco Noriega explicaba al detalle la más eficaz metáfora del idealismo alemán. 
   Aborigen idólatra, la alumna protestó. Ahora, cuarenta años después, el corazón retoza burlón y avergonzado, cuando la alumna ingenua y hambrienta de saber que fuera aquella, recuerda la rebelión, el cuestionamiento, el asombro. Ah los hombres…! Tan creídos, tan egocéntricos, que suponen que el mundo no existirá cuando ellos no estén aquí. Ah… los hombres! Tan tontos que creen haber inventado el mundo, que suponen que sueñan el mundo. Tolerante el profesor aceptaba los retruécanos y esgrimía su liviana sonrisa un poco torcida, despectiva, la delicada sonrisa que mellaron los años e insultaron las tristezas y las soledades que ese día ni siquiera imaginábamos.
   Tal vez fueron meses después, tal vez solo semanas, acaso días, una mañana cualquiera el profesor no regresó. Ni él, ni su dama con cara de elfa, la cual era la profesora de literatura. El Proceso Militar los puso en disponibilidad. Francisco Noriega fue encarcelado. La familia de su mujer tal vez tuvo algo que ver en el hecho de que casi un año después fuera liberado y no formara parte de aquel grupo que acabó fusilado impiadosamente en Margarita Belén. O tal vez fue solo liberado por ese mecanismo azaroso de la maldad y de la fuerza que deja, a veces, caer algunos granos de la molienda sin destruirlos, de pura casualidad. O acaso porque las puertas de la ley así como se abren sin estar cerradas también a veces se cierran sin haberse abierto. 
   Francisco Noriega ya no volvió a ser el mismo porque ningún río pasa dos veces por el mismo cauce. Y si bien su encantadora presencia dio brillo y galanura al negocio de librería que emprendieron y llevaron adelante con su habilidosa dama élfica, cuyas dotes comerciales los pusieron una vez más en la cresta de la ola de la popularidad pueblerina, el escritor, que la celda carcelaria y sus miserias censuró, ya nunca renació. Acaso no estaba destinado a escribir aquellos libros que soñó. Tal vez solo tenía que explicar el idealismo alemán y contarnos a todos que había un escritor, judío y checo, elfo del este, que había escrito unos libros maravillosos. O decirnos que Sören Kierkergaard había planteado en una cursi novelita la semilla del existencialismo. O hacernos ver que la verdad y la justicia no suelen recibir ninguna paga.
   Francisco Noriega ha vuelto a Catamarca. Viejo y enfermo, solo. No se puede decir que ha vuelto fracasado. Ha hecho lo que un hombre como él tenía que hacer: pensar y enseñar, ser feliz y sufrir, beber los tragos de soledad que la vida nos ofrece con esa dignidad, con esa delicada elegancia, con esa suave y fresca soltura con que alguna vez nos pintó, en un sostenido y poético soliloquio, aquel verde, oscuro, secreto y frondoso, solitario, desconocido y deseado árbol de los sueños y las ideas del hombre.

1 comentario:

  1. Tuve el gusto de conocerlos, como libreros.
    Maravillosas personas. No sabia esta historia, aunque en mi lejana inconciencia creo haber escuchado algo como el clasico " algo habran hecho " .
    Mientras anduve por la Villa los busque en la libreria vacia.
    ( Me fallan los acentos :)

    ResponderEliminar