” La esperanza, es la carga mas pesada que un hombre puede cargar. Esa es la desgracia del idealista”
Firmado por: El Condicionado. Raimundo Arruda Sobrinho

miércoles, 25 de diciembre de 2013

Cuestión de género

   La antropóloga Margaret Mead, seguidora del método etnocéntrico, de la escuela estructuralista de Levi Strauss, propuso la hipótesis de que los rasgos distintivos de género (básicamente femenino-masculino) no son inmanentes sino culturales y están determinados por el esquema básico de la cosmovisión de la comunidad. La creencia de que lo masculino se define por la agresividad, la capacidad de emprendimiento y la fuerza física y moral, y de que lo femenino se configura por la fragilidad, la docilidad, en la dependencia y básicamente en la maternidad. 
   Es sabida la polarización del afuera y el adentro (el mundo y la casa) que estipuló Lacan como la verdad absoluta para los roles masculinos femeninos en la vida comunitaria de occidente.  Lacan ha disparado fanatismos y rivalidades extremas: los que avalan con su mirada el principio machista que organiza, aún hoy, nuestra sociedad lo aman tanto como lo detestan las feministas, incluso las que nunca lo han leído. En el bulevard creemos que Lacan, como lo hizo antes Freud, solo señaló una realidad, o mejor dicho le puso teoría a un panorama tan evidente que se hacía difícil rebatirlo. 
   Los hombres en la calle, manejando la ley y el erario público, haciendo la guerra, ganando dinero y gastándolo, fue una realidad total en occidente hasta la segunda guerra mundial. Después el mundo occidental cambió de modo irregular y aleatorio: hubo avances y retrocesos, surgieron nuevos valores y perimieron otros. En un occidente devastado por la guerra, muchos hombres habían perdido la posibilidad de controlar el predominio de sus genes en su estirpe (miles de hombres, baldados y maltrechos tuvieron que criar a los hijos de sus vencedores, resultados del estupro de sus hijas, la violación de sus mujeres o sencillamente el comercio que estas realizaron por necesidad de sobrevivencia con los enemigos). Esos hombres además no podían mantener a sus mujeres que se las habían arreglado mal que bien sin ellos durante la guerra y no podían dirigir hogares que habían modificado su esencia y trastornado los roles de sus integrantes.  
   A este panorama, que fue muy visible en Europa, se le sumó la mirada subversiva de las vanguardias, que en un alto porcentaje estuvo en manos de hombres que gustaban de hombres. Las ideas disruptivas de las vanguardias pusieron a la vista temas que hoy está naturalizados y están regulados por leyes o son objeto de debate. Así, cuando Margaret Mead propone revisar si la condición masculino-femenino es equivalente de agresividad-delicadeza, está pellizcando en la carne viva del narcisismo occidental. Y está cuestionando, con menos prensa y popularidad que el machista Lacan, la cuestión de género tal como se la percibía en occidente (pero también en las complejas civilizaciones orientales).
   Ser mujer, ilustra Mead, es una condición biológica, que se concreta socialmente de diferente modo según la cultura y su particular cosmovisión. La cultura occidental y cristiana polariza las cualidades de violencia-fuerza en el varón y debilidad-dulzura en la hembra. Sin embargo, ciertas culturas, (ella estudia específicamente culturas de Nueva Zelanda) organizan el tejido social en uno de estos principios reguladores de la sobrevivencia: la agresividad, la suavidad y la dulzura, o la polarización inversa a la conocida entre nosotros. 
   En las sociedades con matriz agresiva, sobrevive el que se impone por la resistencia dura, la fuerza e incluso la violencia, en ese caso el canibalismo es un ritual y un mecanismo psico-cultural coadyuvante fundamental. De idéntico modo las sociedades pacíficas no hacen distingo entre varón-agresivo, mujer-sumisa; por el contrario, en esos casos la agresividad y la violencia son signo de inadaptación, tanto para uno como para otro. Mead encuentra además una cultura en la que los roles femenino-masculino son inversos a los de occidente: la mujer es allí productora de bienes y es el varón el que se adorna y embellece tratando a lo largo de la vida, desde que siendo niño es expulsado de la casa de las mujeres, de conquistar el esquivo corazón de la madre primero, de la hembra después. 
   Recuperando la hipótesis de Margaret Mead, nacer mujer es una condición biológica que solo en la cultura, cuando ésta está modalizada de ese modo, exige de la hembra dependencia y sumisión. Del mismo modo, este determinismo cultural establece tácitamente el maltrato, el abandono y la degradación del débil, en primer lugar de la hembra, pero por reflejo de cualquiera que se le equipare en condición de inferioridad: el enfermo, el viejo, el niño, el anormal y finalmente los seres que quedan en la base de la pirámide de Aristóteles, es decir animales y plantas.
   Eric Fromm revisó este escalofriante modelo y señaló, también polarizando, puesto que ésa es la cosmovisión de occidente, que solo hay dos posibles matrices de comportamiento: la autoritaria o la democrática (o del consenso). Cuando alguien recupera la antiquísima, y perimida, diferencia y oposición entre Adán y Eva (que es solo un mito cruel y antiquísimo), entre hombre y mujer, entre machismo y feminismo (que es solo una elaboración del siglo XX para revisar e intentar superar la antinomia), creemos que está olvidando, no que somos iguales, puesto que no son iguales un hombre y una mujer, o dos hombres entre sí, o dos mujeres que comparten la incómoda condición de su sexo, sino que está olvidando los rasgos esenciales de la condición humana. 
   Nacemos, crecemos, vivimos y sufrimos, como seres humanos. Cuando el dolor o la dicha llegan, cuando la enfermedad o la muertte llegan, cuando la plenitud y la expansión espiritual llegan, cuando la trascendencia nos toca a través de la inteligencia (extraño y terrible don), no lo hacen más que como lo que somos: humanos. 
   La condición de género es una diferenciación y un recorte injusto y hasta malsano, ha dado herramientas inhumanas para marcar diferencias que no nos merecemos y que no deberíamos tolerar. La única condición que importa no es genérica sino universal; si pensáramos en humanidad y humanitariamente, no nos reconoceríamos como hombres o mujeres sino como un fenómeno excepcional y maravilloso acerca del cual pocas certezas tenemos pero que nos ha sido dado por algún ingénito misterio y nos ha puesto de cara, desnudos y solos, ante la maravilla de la existencia del universo y de la nuestra propia. 
   No me define mi condición de género. Me define, si algo me define, puesto que no tengo certezas ante el misterio, mi condición de ser humano. Sobre todo cuando me reconozco en la posibilidad de aprehender la belleza inconmensurable de este cielo estrellado, el desamparo desconfiado de este perro, la soledad inhóspita y desnuda que me ha tocado en suerte y la maravilla de encontrarte a vos, mi hermano, mi otro, en la senda polvorienta de este bulevar que empieza y que termina, pero que me ha sido dado a recorrer por una única, inédita e irrepetible vez.


   

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