Santino y la resistencia
El boulevard es un lugar austero, seco, polvoriento y expuesto a la luz anaranjada de este sol sin filtro que te cocina el alma. Lo atravesamos inclinados hacia la buena tierra que estertora de calor y fatiga, pero aún nos sostiene. Llegamos, con el sol declinado, a los multicolores mercados de los hombres. Espacios en donde las muchachas en vez de estar sacudiendo su pelo mojado en mitad de un patio verde y lleno de flores, gastan la frescura de sus días tras un mostrador, esculcando los billetes lilas con el ojo fosforescente de un pequeño falo de metal que les indica si el billete es válido o no.
Allí, entre artilugios de plástico brillante que educarán el sentido del consumo de las nuevas generaciones entrenándolos en el deseo siempre insatisfecho y la acumulación nunca completa, circulamos las abuelas intentando hallar el objeto maravilloso que logre decir lo que nunca aprendimos a decir. Objetos que traduzcan sin palabras el sentido trascendente e inconcluso de ese río que desde nuestro corazón hacia el mudo se soltó con la llegada del hijo y que hoy se extiende hacia más allá con la risa y el asombro del nieto; eso que seguirá en sus descendientes hasta que todo estalle o todo se duerma, gris y frío, en el final predecible... pero tan lejano...
Elegimos un objeto vistoso, tratamos de encontrarle razones a la sinrazón, de justificar nuestra inoperancia humana para hacer lo que decimos y vivir como creemos que creemos. Como la contradicción nos acosa acompañamos el obsequio con el único objeto al que le asignamos cierto valor y que regalaríamos siempre, aún cuando no tengamos abrigo ni comida y que recibiríamos con felicidad, aún cuando no tuviéramos abrigo ni comida.
Compramos un libro para cada uno de los niños. Lo elegimos cuidadosamente: no un volumen muy vistoso ni atractivo, pero si un volumen que tenga cierto mensaje; al menos algo cercano al que creemos que nos gustaría hacerle llegar a estos principitos que la cultura del consumo fagocita hambrienta y amasija salaz. Libros que hablen del hombre, del conocimiento, libros ricos, potentes, con alma.
El primer regalo es tomado con entusiasmo. Camilo es amable y lee con precisión. Lee las tarjetas, distribuye, nos soluciona el tremebundo problema del pudor que tanto dificulta el acercamiento a los que amamos. Algarabía, expresiones de sorpresa, aceptación, al menos es lo que se demuestra.
En una segunda entrega alargamos los libros. Somos conscientes de que no es un regalo vistoso ni esperado. Camilo toma el libro y lo hojea, lo revisa como un cirujano, lee frases, circula por las páginas con un orden aleatorio y sus ojos negros y vivos se zambullen en ese manantial maravilloso que es para un lector novísimo un libro desconocido. Santino, frontal y malhumorado, rechaza abiertamente este segundo obsequio. Los padres incómodos y un poco avergonzados lo presionan para que tome el libro. Santino alza el brazo y acompaña el gesto despectivo y hastiado con una justificación irrebatible: -No quiero. ¡Yo ya tengo un libro!
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